Decía Shaw, quienquiera que sea, que un periodista es la persona incapaz de distinguir entre un accidente de coche y el fin de la civilización. Pese a la tentación apocalíptica, cuesta subestimar la importancia de un año entero sin Gobierno, en un país donde los manuales reclaman mano dura dada su tendencia a la anarquía de derechas o incluso de izquierdas. Con el retrovisor, el interregno de 2016 hubiera resultado inimaginable. En especial, nadie hubiera sido capaz de imaginar la paz absoluta que se enseñoreó de la calle y los mercados sin necesidad de ministros. Ayuda la figura de un presidente del Gobierno en el que cuesta decidir cuándo se encuentra en funciones o solo en vacaciones.

Con la voladura del bipartidismo y la volatilización del voto, los españoles se han sumado a una tendencia planetaria. Sin necesidad de confundir un incidente de tráfico con el fin de los tiempos, algo sucede en un planeta que respira aliviado cuando la ultraderecha obtiene el 46 por ciento de los sufragios, caso de Austria. Debería ser noticia que Donald Trump se impusiera a Hillary Clinton en un solo Estado, o que alcanzara el 30 por ciento del voto en el conjunto del país. Pues bien, el magnate de la telerrealidad se ha convertido en el presidente de Estados Unidos. Los ejemplos sucesivos de Colombia, Reino Unido, Italia, las elecciones regionales de Alemania o las primarias conservadoras de Francia rematan el mapa del desconcierto.

Los votantes se expresan sistemáticamente contra la voluntad dominante de sus Gobiernos. Se resalta que quince millones de británicos preferían seguir en Europa, para no tener que explicar qué pasaba por la cabeza de los 17 millones de partidarios del exilio interior. Rajoy se vanagloria a cada declaración de sus siete millones largos de votantes, menos de los obtenidos por el PP a lo largo de las tres últimas décadas. Se ahorra así una interpretación de los cinco millones de sufragios cosechados por Podemos, una fuerza de matriz extraparlamentaria de la que nadie había oído hablar cuando se disparó en las elecciones europeas de 2014.

Así acaba un 2016 sin Gobierno, el año en que el mundo entero votó peligrosamente. Esta denominación coincide no solo casualmente con el título del libro escrito por Maureen Dowd, The year of voting dangerously. La columnista del New York Times, odiada de forma unánime por los Clinton, los Bush y los Trump, comparte la estupefacción planetaria desde su radicalidad expresiva. Sin embargo, hasta el moderado presidente estadounidense admite que los electores se han tornado promiscuos, y han despojado al adulterio político de cualquier sombra de culpabilidad. En su particular mea culpa, el Obama saliente admite que «probablemente hay millones de personas que me votaron y me apoyaron, y que esta vez votaron a Trump, lo cual indica que esto es menos ideológico y más un impulso hacia algún tipo de cambio».

Desligando pues la actual ruleta votante de la ideología, y admitiendo que los electores súbitamente enloquecidos suspiran por «algún tipo de cambio», habría qué plantearse por qué los socialdemócratas y liberales han incumplido los mandatos de regeneración. Los partidos populistas no son la causa sino el efecto de la fragilidad de los graneros de voto. La satanización del populismo es pueril, en un fenómeno equivalente al pánico a las líneas aéreas low cost. Las compañías tradicionales acabaron evolucionando hacia el mercado barato, al igual que viene ocurriendo con la aviación política. No es necesario insistir con el desplazamiento del sector gastronómico hacia las comidas rápidas.

La perplejidad planetaria se ha orientado hacia la conclusión prematura de que el electorado no sabe lo que quiere. Bajo esta sorpresa, subsiste la inclinación a imponerle al ciudadano lo que no quiere. Verbigracia, el 2016 español se inicia con las elecciones del 20 de diciembre de 2015, y se clausura el 29 de diciembre con la investidura de Rajoy. Estas fechas abarcan dos elecciones generales, en que el PP sumó 15 millones muy apreciables de votos. La riada no puede ocultar que 34 millones de personas votaron a opciones distintas. Por cada votante a favor del candidato conservador, otras 2,2 personas se pronunciaron en su contra. Es así porque ningún otro partido, incluido Ciudadanos, desarrolló una campaña conciliadora hacia el PP. En tres votaciones de investidura, Rajoy fue rechazado por una mayoría absoluta de diputados que representaban a un contingente todavía mayor de la población. Hoy es un presidente de impecable legitimidad, porque el PSOE también decidió votar peligrosamente.