Los fastos de la Navidad civil representan, posiblemente, la manifestación más clara de cómo un acontecimiento religioso puede provocar en la sociedad un reflejo profano de sí mismo. Perfectamente integrado, sí. No les digo que no. Tanto que, si uno no se fija, apenas se aprecian las costuras. Hace falta mucha sensibilidad y experiencia para diferenciar y desgajar lo uno de lo otro. Y, en cualquier caso, cuando digo profano, no asuman de primeras sentido peyorativo alguno. Habrá que matizar, ya les digo, según que cosas. Pero ahora estoy hablando en general. La fiesta de la Natividad de Belén y su posterior Epifanía ante los magos de oriente ha generado, sin duda, un eco social que tiene su exteriorización más evidente en las luces navideñas, en el efecto reclamo de los centros comerciales, en la concreta gastronomía de la época, en la cabalgata de reyes y en una suerte de buenismo que no acaba de definirse y que impregna más los escaparates y los anuncios publicitarios que las paredes de la víscera cardiaca. La comedia romántica de Hollywood aprovecha también el tirón para vendernos lo mismo. A veces con gran maestría, todo hay que decirlo. Pero, a pesar de ello, a poco que nos sentemos y nos pongamos a pensarlo, repito, llegaremos a la conclusión de que, en estos días, hay que dar un paso más allá del all you need is love. Por contra, en el hipotético caso de que uno se niegue a reflexionar sobre ello, no nos queda otra que apretarnos el cinturón y asumir los gastos que conlleva, por ejemplo, la inevitable compra de unos regalos que constituyen la imposición comercial más sutil de la historia. Por no hablar de la sobrepasada ingesta alimentaria con kilos al alza y las cenas a las que, curiosamente y en muchos casos, uno va sin querer ir. De este modo, la estrella de Belén se configura como un mero adorno más engarzado en el entramado eléctrico urbano. Y es que pudiera ser, sigo reiterando, que, si uno no lo piensa, nos descubramos caminando entre la muchedumbre sin más destino, perspectiva o proyecto personal que el que nos marcan los amos del comercio y los cánticos de la publicidad. Como en la realidad virtual de la Coraline, de Henry Selick, que nos apartaba de nosotros mismos sin apenas darnos cuenta. Pero lo cierto es que, sin renunciar a lo festivo, nuestra realidad social y nuestro presente acogen todavía un tramo histórico que no anda lejos del contexto de crisis económica en el que profundizaba José Antonio Sau en sus Cuentos de la cara oscura. La indigencia, los desahucios y el desarraigo social y económico se tornan más invisibles si cabe entre los ecos luminosos y el voceo de la pandereta. Salvo que uno se siente a pensarlo, repito de nuevo. Y sin embargo, en medio de la sombra, hay luces de la sociedad civil que discretamente brillan con luz propia, carente de artificio, y que acompañan con coherencia el verdadero sentir solidario que la Navidad nos regala. Como un eco de esperanza. Así, sin fanfarria ni publicidad, los Ángeles Malagueños de la Noche (asociación que se refiere a sí misma como libre, laica, apolítica y sin ánimo de lucro) repartieron el pasado día de Nochebuena cerca de tres mil menús y más de cincuenta mil kilos de alimentos no perecederos a personas sin hogar, en riesgo de exclusión social o con graves problemas económicos. Y en la misma sintonía, en el proyecto Calor y café, de Cáritas Diocesana, los mismos colectivos mencionados hace un par de líneas pueden contar con estancia nocturna, manutención e higiene. Dos iniciativas concretas que, a modo de ejemplo, nos ponen de manifiesto que la caridad y la misericordia aún tienen cabida «en este tiempo hostil propicio al odio», que diría el poeta Ángel González. Con autenticidad, con los pies en la tierra, tal y como somos. Rompiendo las melodías de Hamelín que nos llevan con paso y rumbo inexorable a la esplendorosa magnificencia del espectáculo de luz y sonido de la calle Larios. Pero claro, les repito, de estas cosas uno no suele darse cuenta. Salvo que, aunque sea por un momento, por unos instantes, nos sentemos a pensarlo.