Vamos a pararnos un poquito, que ya está bien... La velocidad de nuestros días a golpe de clic no sólo tendrá consecuencias en el mayor o menor desarrollo de según qué zonas del cerebro. Las está teniendo ya en la capacidad para ser generosos y coherentes en la protección cultural de la infancia. Da igual lo que se celebre en cada rincón del planeta para alimentar la magia de esa etapa de inocencia y pureza intelectual: el árbol que da la vida, el gran oso que protege el sueño, el viejo gordo que hace ho ho ho o el que vuela sobre un trineo tirado por renos. Aquí, en nuestro entorno occidental cada vez más accidental, por globalizado, además de algunos de esos personajes citados más o menos adoptados, los protagonistas del ritual son tres Reyes Magos que llegan de «Oriente» (como concepto de lo lejano y la dosis de atractivo misterio que lo acompaña). Reyes Magos que van -que vienen- a llevar regalos al Niño que centraliza la tradición judeocristiana, o sea, a regalar a todos los niños.

La contaminación de ese impulso de obtener beneficios (sólo económicos porque los términos «beneficios» o «rentabilidad» han estrechado su semántica hasta significar sólo dinero), tenga o no sentido para la sociedad en la que se obtienen, nos está llevando a un paroxismo en el que difícilmente podrán vivir las hadas. Advertía J M Barrie en su imprescindible Peter Pan que éstas mueren si se deja de creer en ellas. Ende explicaba cómo el reino de Fantasía era devorado por la Nada a medida que desaparecía el interés de los niños en creer en el cuento. Tolkien contaba cómo en su Tierra Media crecía la oscuridad a medida que los magos se dejaban tentar por ella o los hombres se enzarzaban en guerras tribales y todo eso tan adulto. Exupery dedicaba su más celebrado libro, El Principito, a su amigo Leon Werth, pero cuando era niño, consciente de que sólo en la infancia se puede creer que hay un cordero dentro de cuatro trazos dibujados con unos redondelitos para que el animalito respire en esa imaginada caja. Y tanto el aviador francés, como Barrie, Ende, Tolkien y tantos otros escribieron sus historias siendo adultos, no precisamente siendo niños ni aquejados de una absoluta inmadurez ni ajenos al sufrimiento de su tiempo y de sus propias vidas.

Por lo que más quieran, cuidemos la magia mientras sea lógico. Sólo hay algo tan patético como un adulto aniñado, un niño revejido y descreído antes de hacerse mayor. A pesar de que la luz de la infancia puede con casi todo (a veces incluso con el horror al que han sido llevados y también provocan los niños soldados), si no mimamos con generosa serenidad esa etapa crecerán con el alma robada de los días más bonitos de su vida.

Y para hacerlo, no sólo debemos intentar evitar atiborrarles de juguetes y regalos durante todo el año, aunque como padre sé que es difícil. También debemos administrar los gestos y mimar el rito. Las tiendas de juguetes, por ejemplo, no necesitan envolver los regalos en un papel donde ponen su marca repetida para que luego el niño sospeche que han sido comprados allí, si los padres no los envuelven en otro papel de muñequitos o colorines. Si los Reyes son Magos para qué tienen que comprar los juguetes en ésta o aquella tienda como hace mi padre, se pregunta el niño siempre vigilante cuando reconoce el envoltorio.

Y por qué tiene que haber una cabalgata en cada barrio. No sólo es un problema añadido al tráfico, es que cada vez resulta más difícil explicarles que tarden tanto en llegar al centro de la ciudad. Era la única Cabalgata que tradicionalmente adquiría un sentido grandioso, una cita anual. Para colmo, las barbas y los bigotes son tan diferentes en todas ellas y en ocasiones tan cutres que por mucha magia que la mirada de un niño contenga€

¡Ah! Y dejemos de decirles a nuestros hijos en las vacaciones de Navidad que deben llevar juguetes a los niños pobres. Eso hay que decirlo en otro momento del año. Cómo pueden ser tan crueles e injustos los Reyes Magos si no les dejan juguetes a quiénes más los necesitan. Acuéstense temprano esta noche€