Mañana del día de Reyes. Ahora mismo, tras la ventana, recorren las calles ilusiones hechas realidad y de pronto el mundo parece más navegable, casi llevadero. Eso solo pasa (lo de las ilusiones hechas realidad sin que en el proceso alguien cobre comisión), en la zona tierna de la vida, en esa infancia primera e inocente que es la única patria verdadera según la manoseada frase de Rilke. Sin embargo, la mañana de Reyes, que a mí sigue pareciéndome la única fiesta verdaderamente hermosa de la Navidad, está hace tiempo en peligro de extinción, acosada por el gordito vestido de lata de coca-cola y por esa chillona y estúpida y pesadísima turba que confunde las cosas y todo quiere convertirlo en artillería política.

Pero no debemos ser tan poco cuidadosos con los tesoros. Estamos hablando de una tradición de casi mil años, arraigada en España quizás antes, incluso, del hallazgo en Milán, allá por 1158, de los cuerpos de los Reyes Magos, posteriormente trasladados a la Catedral de Colonia en 1164, donde aún se veneran.

La fascinante historia de estos tres personajes se recoge, sin embargo, de forma muy velada solo en el Evangelio de San Mateo, pero la historia que generan esos pocos salmos fue suficiente para fraguar una inmensa leyenda que acabó por reconstruir paso a paso todo lo que el texto de San Mateo dejaba en penumbras, como los nombres de los tres viajeros, los pormenores de su vida y del viaje, los detalles de su muerte€

Siempre me cautivó la leyenda de los Magos de Oriente. Y no solo a mí. A lo largo de la historia ha conquistado la imaginación de mucha gente. No es casualidad que la primera pieza teatral conocida en español sea, precisamente, el «Auto de los Reyes Magos», probablemente escrita por un clérigo de incierto origen afincado en Toledo, en aquellos días en que fue un crisol de culturas. Leyendo ese tesoro de nuestra lengua supe el por qué de esos tres misteriosos regalos de los Reyes. En realidad eran una prueba. Dice Gaspar: «¿Cómo podremos probar si es hombre mortal/ o si es rey de la Tierra o Celestial?». Y le responde Melchor: «¿Quieres saber bien cómo lo sabremos?/ Oro, mirra e incienso a él ofreceremos./ Si fuere rey de la Tierra, el oro querrá;/ si fuere hombre mortal, la mirra tomará;/ si rey celestial, estos dos dejará,/ tomará el incienso, que le pertenecerá». Tomó los tres. Quienes tienen fe entienden que demostró ser, al mismo tiempo, hombre, rey y Dios, eso que todos los niños son, a su manera, mientras les dura la inocencia. Por eso no debemos ensuciar sus cosas, aunque esas cosas no sean más que un cuento. A los niños siguen haciéndoles mucha falta los cuentos para dormir, pero también para vivir.