Está más que comprobado: los niños aborrecen los excesos. La ilusión, los nervios, la excitación ante la llegada de los reyes de Oriente supone en sí el regalo más preciado. Toda una fiesta. Luego, cuando van abriendo los paquetes y van descubriendo los juguetes que habían pedido con tanta insistencia y con tanto fervor, reina el natural alboroto. Sin embargo, dos minutos después, el niño, tras la turbamulta de regalos y envoltorios, se queda un tanto perplejo y uno puede detectar, si se fija bien, un cierto mohín de decepción en su rostro. El juguete tan anhelado está ahí, inamovible, sólido, concreto y, aun así, hay algo que no funciona. Por supuesto, dos semanas después, el niño volverá a lo clásico, a entretenerse con cualquier cosa, a inventar juegos o a reciclar el veo, veo o el juego del ahorcado. En Disneyworld he visto niños aturdidos, casi aburridos, ante tanto estímulo, mientras los padres forzaban un entusiasmo que no convencía en absoluto a sus vástagos, como si esos hijos hubieran descubierto la trampa y se sintieran, sin confesarlo, algo estafados. Sabemos que muchos niños alargan el momento de conocer la verdad, disimulan, quieren seguir creyendo en esta hermosa farsa y su voluntarismo nos emociona. Sin duda, la emoción previa a la llegada de los reyes magos es el mayor regalo. Una vez abiertos los paquetes y ante la algarabía un tanto sobreactuada de sus progenitores, llega el cansancio, el agotamiento, la resaca, la melancolía infantil. A veces, pienso que mi hija pequeña hace todo lo posible para evitar el ridículo de sus padres, haciéndose un poco la longuis. Tal vez, sienta un poco de vergüenza ajena.

Tras el barullo de la juguetería, el niño busca zonas de paz y recogimiento con la intención de volver a lo de siempre, a la simplicidad y economía de los juegos de toda la vida, ésos que cuestan muy poco y que perduran. Mientras los otros juguetes, los industriales, los estridentes, los desesperadamente complicados van deteriorándose en un rincón, aparcados por el niño que, un tanto abrumado ante tanto escándalo y plástico innecesario, lo vemos desempolvar el viejo parchís con su correspondiente juego de la oca, o ese puzle que lo mantendrá atento a su lenta composición, como un pequeño sabio cargado de paciencia y serenidad, o manipulando la plastilina hasta crear una figura extrañísima que, según el niño o la niña, es el vivo retrato de su padre. Por no hablar de los folios que mi hija me solicita para dibujar caricaturas o crear historias. O, en fin, siempre nos quedará el gratuito piedra, papel o tijera o esas interminables palabras encadenadas que van surgiendo durante la cena. Porque una cosa es el instinto lúdico y otra cosa muy distinta es sepultar al niño bajo una juguetería absurda que, de entrada, impresiona, pero que más pronto que tarde acaba por desembocar en una discreta decepción. Juguetes sin sustancia, pura y dura carcasa que luego hay que ocultar en algún desván, debajo de la cama o, seamos sinceros, en el contenedor indicado para plásticos.

Hay juegos que no cuestan un duro: el que ría primero, pierde, escenificar la escena de alguna película con el objetivo de identificar el título, por poner algunos ejemplos. Y si uno ha sido adicto al ajedrez y aún nos queda algún viejo tablero con sus piezas al completo, entonces podemos iniciar a nuestras pequeños encantos en el denso, cerebral y, sin embargo, apasionante juego en el que la reina es una pieza fundamental, y el rey un pobre hombre que sólo da breves pasitos y que hay que resguardar del temible jaque mate. En fin, ya me entienden. Esos juegos que no suelen fallarnos nunca y que están ahí guardados, casi olvidados, cuya discreción nos conmueve y, por ello, merecen que les hagamos justicia. Son juegos resistentes, siempre vigentes a pesar de las modas aceleradas. Su quietud, su paciencia, ya digo, acaban por conmovernos y es cuando los vamos a buscar en el fondo de nuestros baúles. Sólo se trata de pasarles un trapo por la superficie y listos. Por ahí estarán los cubiletes, los dados y las fichas. Eso en cuanto al parchís. Si se trata del ajedrez, tal vez falten peones que habrá que sustituir por botones o piedrecitas. Y los niños, y no tan niños, saben valorar la veteranía de esos juegos, dejando aparte el estruendo plasticoso, la metralla estéril de unos juguetes que fueron fabricados para morir pronto.