Vivir de rentas es un viejo sueño de los españoles -y de otros muchos- que por el momento sólo está al alcance de gente con suerte en los negocios, la lotería o la especulación inmobiliaria. Pero eso podría cambiar de aquí a no mucho.

Felizmente, la socialización de la figura del rentista empieza a ser algo más que una quimera gracias a los robots que están dejando sin empleo a los currelas de toda la vida.

Alguna fábrica de China ha previsto ya la sustitución de la mitad de su descomunal plantilla de 120.000 trabajadores por robots: y esto no ha hecho más que empezar. Incluso en la España azotada por el paro se calcula que estos artilugios mecánicos sustituirán durante los próximos años a un 12 por ciento de los currantes actualmente en nómina.

Las ventajas del robot son innegables desde el punto de vista empresarial. No cobran un céntimo, trabajan veinticuatro horas seguidas y no se sindican ni obligan a cotizar por ellos a la Seguridad Social. Son el ideal de cualquier capitán de industria, salvo por los daños colaterales que causan al consumo.

Los autómatas que amenazan con mandar a medio país al paro no hacen gasto, efectivamente; pero tampoco compran coches, lavadoras ni cualquier producto de los que ayudan a fabricar. Rompen, por tanto, con el ciclo virtuoso de la oferta y la demanda que es la base de la economía de mercado.

Incluso el visionario Henry Ford, que introdujo la fabricación en cadena a gran escala, era consciente de esta amenaza. Para escándalo de sus pares en la industria, Ford pagaba buenos sueldos a sus trabajadores y animaba a los demás emprendedores a hacer lo mismo. «Si no les pagamos bien, ¿quién va a comprar mis coches?», se preguntaba con lógica impepinable el hombre que motorizó a la clase media norteamericana.

La irrupción de los robots contradice esta idea y, más pronto que tarde, obligará a los gobiernos a buscar soluciones para el creciente desempleo de los trabajadores sustituidos por máquinas.

Cuando más de la mitad de la plantilla de las factorías esté formada por androides sin sueldo, habrá que idear forzosamente la manera de buscarle una clientela a las industrias de cada país. Y ahí es donde entra la posibilidad, hasta ahora impensable, de que buena parte de la población pueda vivir de rentas.

El remedio sería una renta básica universal que consiste en el pago de un sueldo a los ciudadanos por el mero hecho de serlo. Rechazada no hace mucho en referéndum por los suizos -que son gente rara-, la propuesta va a ser aplicada este mismo año con carácter experimental en Holanda y Finlandia.

Si el ensayo demostrase su viabilidad, los gobiernos de esos dos países -y previsiblemente, los de muchos otros- la irían introduciendo de modo progresivo hasta crear un sistema mixto de rentistas y trabajadores con distinta capacidad de consumo.

Se cumpliría así, en cierto modo, la profecía de Paul Lafargue, el yerno listo de Carlos Marx, que a finales del siglo XIX escribió un rompedor tratado a favor del derecho universal a la pereza. Adelantado a su tiempo, Lafargue sostenía ya entonces que la «extravagante pasión por el trabajo» embrutece al hombre y aliena al proletario.

Siglo y medio después, la utopía de un país de felices rentistas a cargo del Estado empieza a parecer posible. Nunca se lo agradeceremos bastante a los robots.