España, ese país remendón y calenturiento, posiblemente aldeano, nunca ha sido muy de tener luces y dejarse orientar por el pensamiento ilustrado. Aquí lo que se lleva, con escasas y brillantes excepciones, es la cosa de la tribu. Y en ésas continúa el Gobierno, siempre a medio camino en sus, por así decirlo, razonamientos, entre el cinismo y el pensamiento mágico. El PP sigue avanzando en intención de voto, motorizado hasta el delirio en su consabido biscúter de los sesenta, dejando que el harakiri de la oposición le despeje el terreno y, con suerte, le aporte, incluso, una pátina menos cañí y, a buen seguro, customizada. Anda la izquierda como loca desde hace demasiado tiempo intentando explicarse por qué gana Rajoy y todo lo que surge tiene ese tufo impresentable y academicista de la dialéctica: que si nosotros somos anamórficos y desdentados, que si a ellos, en su unidad, les queda mejor la chaqueta. Digamos que vale. Que está muy bien, pero también existe otra vara de medir, que es la del espejo sociológico. No es que el PP se parezca más a España, hay tantas Españas como se quiera y todas son verificables; más bien se trata de una conexión emocional, de una capacidad surgida de repente para enlazar con las necesidades afectivas de una parte de la población en un momento histórico. Por sintetizar, que esto se vuelve coñazo: la España supersticiosa, como la negra, siempre ha estado ahí. Y con la urgencia, asoma, en pleno espíritu Lazarov, buscando evasión o muerte, hechicería antes que datos. El PP ha sabido combinar la estrategia comunicativa del biombo y la virgen -la virgen de la Guardia Civil, el ángel Marcelo, la virgen para encontrar trabajo- con la negación pura y dura de la realidad, como Zapatero cuando lo de los monstruos que eran molinos y no crisis allá por el horizonte. No deja de ser curioso que el partido que va de serio, frente al maremoto de corrupción, se venga arriba y se ponga folclórico, inventándose un país paralelo: uno en el que la gente es feliz y viaja para ver mundo y tener aventuras románticas. Lo del ministro Dastis, en este contexto, es de juzgado de guardia. Si con la mitad de la juventud en paro y la otra mitad con dificultades para encontrar un trabajo digno y conforme a su puesto no se puede hablar de exilio ni de expulsión quizá haya que plantearse el concepto y reconfigurar su sentido a la baja. Está el PP tan alejado de la realidad que para sus huestes el único destierro posible es a la antigua, en modo Reich, con la maleta arrojada fuera de la frontera y una patada innegociable, sin carta de recomendaciones. Que se lo digan a los que están fuera: enfermeros, investigadores, incluso valiosos ingenieros, forzados a irse para poder prosperar o tener al menos un salario. Devaluar el país, sustituirlo por otro ficcional e ineludiblemente de mandil y bandeja no es motivo de chiste, sino un problema grave cuya solución queda muy lejos. Muy, muy lejos. Aún fuera oficialmente del diagnóstico.