A imitación de los Magos que llegaron de Oriente cunden este año los gobernantes capaces de obrar milagros o, al menos, de prometerlos. Son como Melchor, Gaspar y Baltasar juntos, lo que tal vez explique la ilusión -lógicamente infantil- que despiertan entre millones de votantes en Europa y en los mismísimos Estados Unidos, donde pronto mandará uno de ellos. Los magufos están asaltando el poder. El de «magufo» es un neologismo todavía no convalidado por la Academia que define a los creyentes en la magia, el tarot, los ovnis y los políticos prodigiosos. El término procede de la fusión de «mago» y «ufo», que es la sigla por la que se conoce en el mundo anglosajón a los platillos volantes de toda la vida. Hasta ahora, los magufos se limitaban a consultar el horóscopo y avistar la presencia de ovnis. En los casos más graves, algunos de ellos hacían campaña contra las vacunas y, por lo general, atribuían todas las desdichas de este planeta a una vasta confabulación de reptilianos y capitalistas de Wall Street. Ahora les ha dado por meterse en política, con los resultados que eran de prever. A la gente siempre dispuesta a comprar ilusiones, mucho más gratas que la realidad, no tardó en aparecérsele todo un manojo de líderes dispuestos a ofrecerles la magia como solución a sus problemas terrenales. El éxito de los nuevos charlatanes de feria fue inmediato y copioso. Millones de electores retribuyeron con su voto a quienes les prometían arreglar los problemas del país en menos tiempo del que tarda en persignarse un cura loco. En Francia, por ejemplo, Marine Le Pen ha convencido a sus seguidores de que la solución a sus dificultades de empleo es tan simple como acabar con los inmigrantes. Esa misma idea, unida a la de ponerle puertas al campo y al comercio, parece haberle dado un impensado triunfo a Donald Trump en Norteamérica. O a los partidarios del brexit en el antaño famosamente sensato Reino Unido. Otros, en fin, prometen cosas tan viejunas como la abolición de la ley de la oferta y la demanda, que tantas desigualdades y abusos provoca. El remedio, obviamente mágico, consistiría en poner todos los medios de producción en manos del Estado (y del Partido) para que los bienes se distribuyan de manera equitativa entre la gente. Cuando uno profesa la fe del carbonero, igual da que la fórmula haya fracasado repetidamente durante el pasado siglo. La prensa, que a todo le pone etiquetas, ha dado en llamarles populistas a estos vendedores de crecepelo; pero quizá existan definiciones más apropiadas. Les encaja mejor, desde luego, la de magufos en tanto que actúan como los antiguos chamanes: aquellos hechiceros que decían contar con poderes sobrenaturales para solucionar cualquier problema, por complejo que pareciese. Al igual que sus antecesores, los modernos brujos de la política proponen remedios simples a las enrevesadas cuestiones que plantea la actual revolución tecnológica. Frente a los desafíos de la robótica no tienen mejor idea que restaurar los viejos aranceles, como tan exitosamente prometió Trump; y contra la globalización no se les ocurre nada menos retrógrado que la vuelta a las fronteras y los Estados nacionales. Solo es cuestión de tiempo que los magufos decidan crear un Ministerio de Relaciones con los Ovnis. Corren buenos tiempos para los adivinos de teletienda.