Siempre he sospechado que me equivoco, que ando por la vida errado y errante, que me he dedicado a cosas que no sirven casi de nada y que a casi nadie le interesan. He gastado la mayor parte de mi vida, el ochenta por ciento tal vez, en juntar palabras unas con otras solo para ver como se colaba entre ellas la luz o la ternura, a veces también la rabia y la piel cárdena del dolor. Y todo para muy poco. «Después de tanto todo para nada», dice José Hierro en un soneto titulado Vida, escrito casi al final de la suya, uno de esos sonetos que nunca conocerá casi la mitad de nuestros paisanos, o quizás muchos más. Son un cuarenta por ciento, cuatro de cada diez, quienes confiesan no haber leído un solo libro en el último año. No, un libro no, ni siquiera una página. Pero esos son nada más que quienes confiesan abiertamente porque ya siquiera sienten la necesidad de aparentar. Sin embargo los que mienten, acaso por pudor, también deben computarse, y entonces nos sale una cuenta terrible que da miedo y pena.

Rosa Romojaro habla en un poema de la ciudad que se dibuja en la página: «La página del libro. Si te alejas de ella/ y la sigues mirando fijamente,/ recorrerás sus calles con los ojos,/ sus plazas, sus rotondas,/ las amplias avenidas de los puntos y aparte». Hay una ciudad en cada página, es cierto, pero a casi nadie le importa. Si miran la página todo lo más que ven es un laberinto que les da sueño.

Por eso a veces me pregunto por qué sigo aquí, escondiendo mis secretos en páginas como ciudades, en libros como universos que nadie o casi nadie va a explorar porque el mundo mira para otra parte, seguramente hacia el griterío de la basura que les entretiene pero les ensucia, porque es imposible hurgar en la basura sin mancharse.

Y ahora el Gobierno, tan tarde como siempre, habla de impulsar un plan de lectura en los colegios que tenga, al menos, el mismo peso académico que el deporte. Menuda entelequia. Para que algo así funcione haría falta una sociedad en la que concentrarse tuviera la misma reputación que distraerse, cosa que parece ya imposible a estas alturas en las que el arte solo se considera rentable si genera beneficio económico (y para eso hay que transformarlo en espectáculo), y en las que un gol de Cristiano o de Messi produce más plusvalías que las generadas por todas las páginas escritas por la Generación del 27.