Existe un equívoco muy extendido sobre las bondades de una luz que sería propia de ciudades meridionales como Málaga. Muchos poetas han pregonado esa luz y nosotros hemos hecho una lectura errónea de sus versos. La radiación solar en bruto es un elemento hostil en nuestras latitudes; su reflexión cegadora en superficies desnudas produce desasosiego y nos incita a buscar protección. Esta necesidad ha ido sedimentando una sabiduría en el modelado de esa luz directa, a la cual cada una de las civilizaciones que por aquí han pasado ha aportado su estrato: tamizándola a través de las frondosas copas de los árboles y domesticando su ferocidad mediante elaborados sistemas de control, como cierros, visillos, contraventanas o mallorquinas de lamas orientables. Porches, cornisas y aleros proyectan sombras reconfortantes y plásticamente bellas; el color pardo de las montañas también ha enseñado a obtener unos bellos tonos rojizos y dorados con el sol vespertino. Lo que nos seduce de la luz de Málaga no es ésta en sí misma, sino en el placer que proporciona a los sentidos la manera en que hemos aprendido a percibirla en determinadas condiciones ambientales.

Estos días sentimos gran alegría por la reapertura de un hotel Miramar restaurado con mimo. Es una gran noticia, por lo que intento contenerme y no sugerir que echo de menos el vibrante efecto de la luz que animaba la fachada del edificio; el ritmo alegre de su música parece hoy ausente de unos huecos extrañamente desprovistos de sus contraventanas exteriores, y un blanco uniformador anula el vigor de los elementos que ritman las fachadas y las hacen aparecer ahora paradójicamente tristes y opacas.