A medida que pasa el tiempo, uno está más obligado a ser lo que ha estado siendo hasta ese momento. Cuando uno es joven aún puede acometer desvíos de rumbo esenciales (una nueva profesión, un nuevo modelo de existencia, una nueva ciudad, una nueva pareja) con la flexibilidad que da la edad, que todavía se puede permitir titubeos, errores y traspiés sin demasiados costes adicionales. Pero cuando nos vamos haciendo mayores, y que cada cual ponga aquí la raya donde quiera, el peso de lo decidido y de lo experimentado es tan elevado que sólo en circunstancias excepcionales podremos desplazarlo algo más que unos centímetros. La vida, que comenzó liviana y casi transparente, acaba pesando toneladas oscuras y nos obliga a ejercer de estatuas de nosotros mismos. Somos prisioneros de los días (cada día una piedra) y de los sueños (cada sueño una paletada de cemento), y así cómo sentirse libre, cómo aspirar a la felicidad, cómo acceder a lo mejor del conocimiento, cómo viajar en dirección a nuestras misteriosas fronteras.

Y, sin embargo, hubo un tiempo en que podíamos haber elegido ser otro, alguno de los otros que también nos habitan y cuyas posibilidades hemos cercenado en beneficio de ese que ahora somos. Podríamos haber sido músicos en vez de abogados. Podríamos haber sido deportistas en vez de conductores de autobús. Podríamos haber sido reporteros en vez de médicos. Podríamos haber sido cocineros en vez de contables. Cualquier otra cosa. Cualquier otra vida. Cualquier otro ramal del cruce de caminos. Cualquier otra biografía adosada a la de otra persona, quizás a la de alguien que dejamos escapar o por ceguera o por miedo o por cobardía. Nada de eso tampoco nos hubiera garantizado la paz interior y la alegría continuada, y es muy probable que también nos hubiera transformado en estatuas de nosotros mismos, pero quién sabe si en ese otro desechado no habría habido más verdad, más liviandad, más serenidad acompasada con el latido de las constelaciones. Esa triste esperanza retrospectiva, que es durísima desesperanza actual, araña la conciencia y en ocasiones la hace gritar. Porque podríamos haber sido otros, el otro, y somos esto en lo que nos hemos convertido: esta masa de piedra compacta que realiza sus rutinas con precisión pero sin ganas, sin deseo, sin futuro.

Llega un momento en el que uno descubre que ha dilapidado su caudal de ilusión. Eso es el infierno. Eso es la nada. Porque tenemos una vida y se la hemos regalado a las inercias, a los compromisos, a las transigencias, a los pavores, a las falsedades, a las malas tácticas, a los mecanismos transpersonales, a los engaños sociológicos y filosóficos. Y porque hemos condenado a las llamas otras vidas que a lo mejor hubieran iluminado mejor nuestras horas y nuestros decenios. Pero estamos mayores, algunos muy mayores, y la estatua que somos sólo puede rebelarse en un sentido: haciéndose añicos contra el suelo; y esto es muy peligroso, y además duele, y es fácil que, de hacerse, sea la escoba la que nos recoja y nos deposite en un contenedor de obra.

El otro, sin embargo, sólo se morirá cuando se muera este, esto. Así que siempre hay una posibilidad de llamarle en nuestro auxilio. Es probable que tarde en llegar (su tiempo y su espacio son muy lejanos) y que, cuando lo haga, le cueste rescatarnos (de entrada, le costará reconocernos) porque demasiadas fuerzas poderosas nos tienen bien sujetos. Pero sigue siendo, después de tanto, nuestra única posibilidad de volver a tener alas y, ahora sí, desplegarlas para siempre.