Hoy escribo esta columna tan personal y autobiográfica por una simple razón: es un desesperado grito de auxilio, un mensaje en una botella tirada al mar. Lo hago con la esperanza de que mi mujer la lea y se apiade de mí.

Llevo una semana sin pegar ojo. Les cuento, mi mujer es friolera hasta decir basta, ha visto que Europa y medio país sucumben ante una ola de frio polar y ha comprado unas sábanas demoniacas. Las ha puesto a bote pronto, a traición, sin avisar. Ríanse ustedes de las sabanas de cuadros con pelito, esas de felpa o de franela. Estas que les digo yo son de coralina, sí, coralina. Se trata de un tejido gordo y ultra suave que retiene y conserva el calor como la ingle de una elefanta, un horno textil.

Parta de la base, querido amigo, que usted y yo tenemos un par de pijamas de entretiempo, a lo sumo tres, y nunca conseguiremos emparejarlos. Para nosotros, la cuestión del dormir es una necesidad, nada más. Uno se acuesta y se levanta, punto. Ellas no, parece que en su caso es una liturgia y, por muy cansadas que estén, aparecerán echándose alguna crema, con el pijama en tonos pastel de un dibujo animado con una leyenda en inglés del tipo «Soy la princesa que descansa en una nube». Lo tienen todo siempre bien dispuesto para afrontar cada noche como una experiencia sensorial y única. Pero volvamos a las sábanas nuevas.

Al principio la cosa va bien, recorres el juego de cama con los pies desnudos y descubres que la coralina es lo más parecido que existe a dormir en el regazo de Dios, parece cálido y prometedor, pero súbitamente todo cambia y a los dos minutos empiezas a notar cómo se te agita la respiración y se multiplican las pulsaciones. Sin saber muy bien cómo ni por qué, empiezas a sudar más que un rulo de kebab y la falta de aire empieza a ser preocupante. Supongo que ese tipo de sábanas fue creado por un esquimal ebrio, de esos que salen en Callejeros Viajeros porque les gusta dormir en pelotas a 30 grados bajo cero, pero en una zona como la nuestra, la Costa del Sol, no le encuentro la aplicación más allá de ser un instrumento de tortura:

Confiesa, cuéntalo todo o te echo la sábana de coralina por la espalda.

No, por lo que más quieran. Lo reconozco, maté a Kennedy, me gusta Pilar Bardem, inventé las cláusulas suelo y malvendí a Isco. También lleno la bolsa de tomates raf y cuando nadie mira la peso con la tecla del tomate pera. Lo siento.

Pueden ustedes pensar que exagero, pero créanme si les digo que no. Es una sensación sofocante, angustiosa, como ahogarse en arena incandescente o ser abrazado por siete chimpancés febriles. Sientes que cada bocanada es más corta que la anterior, se te calientan los pulmones y se te nubla el pensamiento. Por más que intento explicarlo me quedo corto. Es un sufrimiento indescriptible.

Pasan las horas sin poder dormir, das vueltas y más vueltas, se empapa la almohada y todo cuanto te rodea, estás alcanzando el punto de ebullición, casi puedes presentir que la leyenda urbana de la combustión espontánea se produjo por un marido atrapado bajo una sábana de coralina. Lo curioso es cuando te armas de valor, tiras un poco de la manta al estilo Bárcenas, así como sí pero que no, y al otro lado ves de reojo a tu parienta. Duerme plácidamente y se despierta para decirte con voz de camionero: esa maaaaaaanta. Es increíble, no concibo que una persona sobreviva a unas condiciones que sobrepasan el límite humano. De verdad.

Ya ven, este es el drama al que sobrevivo estos últimos días. No duermo, no descanso, me arrastro por las aceras sufriendo en silencio, con pánico a que vuelva la noche. Hoy he pillado a mi señora disponiendo sobre la cama un edredón y una manta eléctrica. Por lo visto mi cuñada, otra que tal baila, le ha comentado que para mañana se esperan en Marbella mínimas de 15 grados.

No puedo más. Me mudo al ártico, así moriré acurrucado entre los brazos de un esquimal borracho. Por lo menos encontrarán mi cadáver fresquito y untado en aceite de ballena. Creo que es lo más digno.