El mundo tal y como parece verlo el nuevo presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se parece al imaginado por el filósofo político Thomas Hobbes en su "Leviatán".

Un mundo en el que el hombre es un lobo para el hombre, en el que reina la más feroz competencia y los hombres deciden fiarlo todo a un soberano, único capaz de garantizar el orden y la paz que todos terminan por anhelar.

Un mundo en las antípodas del soñado por Jean-Jacques Rousseau y en el que los ciudadanos, perdida su inocencia originaria, deciden eliminar sus egoísmos individualistas para someterse a la voluntad general en busca de la armonía social.

Pero Trump no es ningún teórico del Estado sino un hombre de acción, un darwinista social que considera que la vida es una continua lucha, una sucesión de batallas en las que uno puede lo mismo triunfar que salir derrotado.

Él mismo lo ha demostrado con creces: en cuatro ocasiones tuvo que declararse en bancarrota por sus empresas, y hoy, sin embargo, es multimillonario gracias a sus negocios.

De igual modo que ha terminado llegando a la Casa Blanca pese a que muchos, entre ellos sus propios correligionarios, se reían de él, le consideraban un clown, un charlatán e ignorante.

En el mundo de Trump no parece existir el perdón, sino tan sólo el deseo de venganza: «No vaciléis. Lanzaros a la yugular. Golpead con contundencia. Si no tomáis venganza es que sois un blandengue», escribe en uno de sus libros.

A juzgar por quienes le conocen bien, Trump es alguien que exige siempre pleitesía, un ególatra impenitente, incapaz de reconocer una equivocación o de perdonar a quienes cometen el pecado de criticarle.

Su narcisismo llega a extremos que a cualquiera le parecen ridículos como cuando promete ser "el mayor generador de empleos creado por Dios" o cuando, sin la mínima ironía, afirma merecer sólo "los mayores elogios".

Como cualquier narcisista, busca continuamente la atención y la adulación ajenas sin que le importe mentir descaradamente para conseguir sus objetivos.

Por su trayectoria vital, por su temperamento, Trump está a leguas de distancia del presidente ruso, Vladimir Putin, pero, a pesar de la diferencia de caracteres, ambos parecen admirarse mutuamente.

Putin reúne las características del hombre fuerte que tanto admira Trump y a su vez, cínico como es, el presidente ruso ha sabido explotar la vanidad del norteamericano calificándole de "hombre sorprendente y de gran talento".

Elogios que hizo suyos inmediatamente Trump al declarar que «cuando la gente le considera a uno brillante, siempre es bueno, sobre todo cuando se trata de alguien que gobierna Rusia».

Ahora, muchos sobre todo en Europa se preguntan cómo tratar a Trump: si seguirle la corriente para halagar su vanidad, como hizo astutamente Putin, o recordarle, como hizo la canciller alemana, que hay valores democráticos que es necesario defender.