Se ha quedado la nieve a las puertas de mi casa, tras la esquina de los montes, esos que se alzan ahí al lado justo para no dejarnos ver que detrás es todo «campo, campo, campo,/ entre los olivos,/ los cortijos blancos», como nos dijo Machado. Toda España tiene frío y aquí, donde escribo, en este latido meridional, en esta ciudad tendida en la breve franja que queda entre el mar y el monte «apenas detenida en tu vertical caída a las ondas azules», según Aleixandre, en esta ciudad que extraña tanto el calor, estamos ateridos y expectantes, mirando por la ventana todo el rato para ver si nieva como aquella vez, la única que se recuerda, febrero de 1954.

El frío y la nieve se han adueñado de las conversaciones, de las portadas de los periódicos, de los telediarios. Siberia ha invadido Iberia con su General Invierno. Ya he dicho alguna vez que me gusta muy poco el frío, casi nada. Como a los jazmines, me cansan los inviernos, su luz menguada, su carácter tan arisco. Desde noviembre a marzo vivo incómodo, como si estuviera de invitado en casa de un desconocido, y me paso el tiempo a la espera de los días templados. Y ahora, para colmo, se nos ha venido encima este invierno boreal, bárbaro, este invierno sin máscara, sin concesiones. Ha llegado el frío persiguiéndonos, helándonos los días. Miro por la ventana y descubro que el Poniente ha soltado sus caballos en el mar. Aparecen sobre lo azul las huellas blancas de sus cascos y de pronto hay algo que me da tristeza.

Será porque el invierno tiene algo que menoscaba el ánimo, que lo abruma, que lo apoca. A los malagueños nos acobardan el frío y la lluvia, nos recogen en casa, como si estuviésemos ante lo desconocido. Es lo que tiene lo infrecuente, que la mayoría de las veces asusta.

Tengo la certeza de que cada vez nos cuesta más caro el frío, y no hablo de la traicionera, brutal e injusta subida de la luz que nos han clavado justo ahora y que deja a tanta gente a la intemperie, con la vida bajo cero y esperando sin estufa el milagro que acaso nunca llegue. Hablo del coste de sentirse un poco menos vivo, un poco menos joven, un poco más desamparado. El coste que tiene no estar preparado para esto, para que se te congelen los pies, las orejas, las ideas. Escribir es algo que se hace siempre con los pies fríos, lo sé desde hace treinta años, pero uno siempre espera el milagro final de un poco de sol, de un poco de afecto, de un poco de esperanza.