En los últimos meses se ha hablado mucho de populismo en España, en un debate forzado desde algunos sectores políticos de la izquierda y de la derecha más institucional, y desde sus medios afines, con un propósito que parece más orientado a descalificar a los otros que a orientar constructivamente a la opinión pública acerca de los peligros que toda actitud populista posee. El miedo de determinados oficialismos de la derecha y de la izquierda a seguir perdiendo espacio electoral está llevando a una especie de guerra fría en el debate político, que se aleja cada vez más, sin alcanzar puntos de encuentro, de la confrontación clara de ideas y de programas que toda dialéctica política democrática debiera suponer. Y que muestra además una cierta debilidad del sistema, cuando el debate parlamentario no se asienta sobre fundamentos teóricos y jurídico-políticos bien construidos, y asumidos como forma de expresar la acción política, sino sobre un debate de escaso valor retórico y de contenido, ausente en ocasiones de toda ética política. La política, entendida como el debate programático, no resulta demasiado ejemplarizante en nuestro país, entre otras cosas, porque la política es el reflejo de la fortaleza o debilidad del sistema democrático. Una debilidad que se manifiesta entre otras cosas en la relajación de los valores constitutivos de la democracia, cuando un sistema político como el nuestro no es capaz de imponer a los partidos que forman parte del arco parlamentario un código de conducta que sea ejemplar para los ciudadanos. La ausencia frecuente de los políticos de los debates parlamentarios, el escaso nivel y preparación de las intervenciones de los portavoces, la utilización de un lenguaje frentista, el escaso respeto a las ideas de los otros, etc., son solo algunas muestras de comportamientos que habría que corregir, y no seguir perpetuando. Es cierto, que la política es reflejo igualmente de la sociedad, y que nuestros políticos son fruto de ella, pero precisamente porque conocen su contexto y se les supone el general de todo el país, la responsabilidad que adquieren como representantes públicos es aún mayor. La madurez de un sistema político democrático se muestra precisamente en el grado de responsabilidad de sus políticos, y en la inexistencia de privilegios por encima de los que se deriven de su cargo y función, a los que deben prestar la mayor atención y dedicación.

Precisamente, el debate político en España en los últimos años ha perdido parte de la calidad y de la credibilidad que lo había caracterizado desde la transición política, y que debe volver a recuperar en un proceso de regeneración de la práctica política y de denuncia de los problemas de la democracia de los que la sociedad no debe permanecer al margen. Ni los medios, que en su función bien entendida de vigilancia de la democracia también pueden y deben contribuir a su saneamiento. Pero corresponde igualmente a los partidos, a sus líderes, a sus representantes, ejercer una función de autocrítica que permita recuperar la fortaleza de la democracia, eso sí, junto a otros agentes sociales e institucionales. Un ejemplo de esa necesidad de cambio, que exige la reubicación ante la democracia, de todos sus agentes, se produce en la actual coyuntura política, y se muestra en las dificultades para avanzar en la gobernabilidad con un parlamento fragmentado. A pesar de los pactos que la nueva coyuntura impone, estos se producen por mera lógica matemática y para garantizar una compleja red de relaciones y de intereses cruzados que no den al traste con la actual correlación de fuerzas, pero sin llegar a verdaderos consensos. La política de pactos, muy extendida en Europa, ha de implicar una negociación previa y alcanzar acuerdos en los que las partes negociadoras ceden parte de sus pretensiones. Pero esto ni está en la lógica del partido gobernante, ni lo está en muchas ocasiones en la de los partidos de la oposición parlamentaria. En democracia todo proceso de negociación política debería significar también un proceso de aprendizaje para entender que, tras los resultados obtenidos en las urnas en las últimas elecciones, los ciudadanos están exigiendo una nueva forma de gobernar, y que lo que hace falta es llegar a acuerdos duraderos que permitan transformar la realidad del país desde el respeto a la diversidad y heterogeneidad del mapa electoral.

Continuar caminando en la senda democrática y constitucional exige el compromiso con la sociedad, y el reconocimiento de su diversidad, de unos partidos políticos que crean firmemente en la democracia y en sus valores, y que ejerzan su función con sentido de la responsabilidad. Siguiendo a André Hauriou, nuestra democracia no es solo un modo de organización jurídico-política, fundamentado en una Constitución, es también una realidad humana, un modo de convivencia social, y un proceso de ejercicio de los poderes públicos, según cánones de equilibrio y regularidad.

*Juan Antonio García Galindo es catedrático de Periodismo de la Universidad de Málaga