Los cascos azules fueron concebidos para intervenir en zonas de conflicto bélico, a fin de generar unas condiciones mínimas de vida a las comunidades afectadas, entre otras funciones. Desde mitades del siglo pasado hasta hoy, vienen desarrollando numerosas misiones bajo el mandato del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, procurando un bienestar razonable a la población civil afectada por las guerras. Por esos abnegados servicios han recibido el Nobel de la Paz o el Príncipe de Asturias de Cooperación, entre otros merecidos reconocimientos.

En la crisis siria, que lleva desde hace siete años provocando el desplazamiento masivo de personas hacia Europa, llama poderosamente la atención que no se haya desplegado todavía ninguna fuerza multinacional de paz que intente frenar esa sangría, y que sigamos sin embargo centrando la cuestión en el tratamiento en destino de esos millones de refugiados, aun siendo ese un dilema relevante. Los esfuerzos debieran ir sin duda encaminados a mantener en su propio país a esos miles de desplazados forzosos o a facilitar su regreso con prontitud, en lugar de hacerlo sobre las lamentables consecuencias de esa nueva y trágica inacción de la comunidad de naciones.

El fracaso internacional en este ámbito es antológico. La ONU no ha sido capaz en tanto tiempo de atajar una guerra civil que, precisamente por su grave desidia, se ha convertido en una devastadora contienda regional que alcanza ya a otras zonas, como occidente. Como si se maquillara a un enfermo en lugar de atacar sus males en la raíz, continuamos abordando el asunto como una especie de fatalidad sin remedio a la que estamos predestinados tanto los que huyen como los que los recibimos, cuando en otras muchas áreas del planeta se ha evitado o atenuado tal tormento a través del empleo de estas fuerzas de paz de Naciones Unidas.

Cierto que la agencia para los refugiados está llevando a cabo un sobresaliente esfuerzo para contener el aluvión de desplazados que se escapan de esta cruel guerra, pero eso no hace sino confirmar la nula capacidad de la ONU para terminar con este penoso suplicio humanitario con el debido uso de fuerzas de interposición, impidiendo de ese modo que se produzca un catastrófico efecto dominó que afecta a en estos momentos a multitud de países civilizados, incluido el nuestro.

Por lo tanto, cuando aquí debatimos sobre los damnificados de esta calamidad, es posible que estemos desenfocando el problema, que pasa por actuar con prioridad en los conflictos allí donde se producen, o al menos permitir que se habiliten en ellos territorios en los que la población civil pueda sobrevivir, sin tener que verse forzada a escapar. Y ese cometido corresponde de forma principal a Naciones Unidas, algo que desgraciadamente no está asumiendo, al tolerar que unas u otras potencias militares usen a Siria como campo de entrenamiento, obligando a expatriarse a millones de familias por medio mundo y a multitud de países a arbitrar medios costosísimos para su acogimiento en condiciones aceptables.

Desde luego, no hay mejor remedio para los refugiados que dificultar que lo sean, trabajando porque retornen pronto a sus hogares, que es lo que más desean. De no lograrse pronto este objetivo, que la ONU no se queje de las acusaciones de irrelevancia que se le puedan achacar.