El cielo está encapotado. Los vecinos llevan paraguas en las manos y en el solar que diviso desde mi despacho veo un grupo de rabudos -todos son hijos de Dios, o eso nos contaron en la infancia- que se preparan para el diluvio universal. Yo, que vivo en un séptimo piso, sigo tranquila porque muy fuerte sería el temporal que nos anuncian para que yo me mojara.

No piensen que soy demasiado precavida, solo acabo de sacar del armario de abrigos, gabardinas, impermeables y botas de agua, es decir, todo lo necesario para no mojarse.

En una ocasión que no fui prudente, me puse chorreando y me di de cara con el peor de los enfriamientos que casi me lleva al campo de los tristes y todo porque, además, soy alérgica a muchos medicamentos y, ustedes comprenderán que ya no tengo edad de jugar con mi salud.

¡Ah! El lunes me paró una señora en uno de esos grandes almacenes que odian nuestros maridos. ¡Estos hombres nuestros no aguantan una broma! Me dijo que me leía todos los viernes y que a su marido le hacían poca gracia mis crónicas. Tomamos un aperitivo juntas y me ha prometido hacerme llegar unas novelas que tiene escritas. Le envío saludos, pero, desgraciadamente, he olvidado su nombre.

Ya ven, en esta vida la familia y los amigos se deben cuidar como oro en paño para que jamás tengamos que verter una lágrima por no soportar la soledad. Hay muchas formas de estar acompañada, muchas. Una de ellas, poner sobre el papel todo lo bueno y lo malo que has vivido y cuando lo leas te darás cuenta de que ha merecido la pena.

Dentro de unos días viajaré al centro de la piel de toro para recoger mi último premio. Aún me hace ilusión.