Andan en estos días anunciando en la tele los tigretones, que parece que han vuelto, o tal vez nunca se fueron y yo los perdí de vista como perdí de vista aquel trompo que me hizo mi padre, la taleguilla que me cosió mi madre para guardar las bolas, y algunas cosas más de los días azules. La cuestión es que después de ver el anuncio fui a comprarme un tigretón. Debo confesar que tenía más curiosidad que hambre. Quería hacer un ejercicio proustiano, ir en busca del tiempo perdido, recuperar aquellos sabores y aquel aroma que tanto me gustaban cuarenta años atrás, día arriba, día abajo, cuando yo era un niño despreocupado, como casi todos, un niño que en los primeros años de la década de los setenta jugaba en una calle bañada de sol.

Pero aquello no fue lo que era o, al menos, no lo que yo recordaba. El Polaco Goyeneche ponía en mi cabeza voz a la decepción con los acordes tristes de Como dos extraños, el tango inmortal de José María Contursi, que dice en su estribillo «cómo cambian las cosas los años».

Luego, ya metido en una espiral de difícil salida, busqué entre las viejas fotos y di con una del chaval de dieciséis años que, al parecer, alguna vez fui. La comparé con un retrato reciente. De nuevo el tango revoloteándome la cabeza. Cómo cambian las cosas los años. Acaso queda, entre los dos de las fotografías (una foto, lo dijo Luis Eduardo Aute, es la prueba más real de que todo es mentira), un remoto parecido familiar, un no sé qué de parientes lejanos, de esos que ni siquiera coinciden en las bodas o en los entierros, que acaso ni viven en la misma ciudad. Ya no soy aquel y tengo serias dudas de si alguna vez lo fui. Me pregunto dónde quedó ese muchacho, dónde sus ilusiones, dónde su risa.

Hay que tener cuidado con los tigretones. Desde que lo compré ando algo cabizbajo, sumido en meditaciones, tratando, hasta ahora inútilmente, de descifrar el sentido de todo esto, intentando encontrar al menos una razón para que la vida no resulte un auténtico desvarío, un brutal absurdo con Trump al fondo. Borges sostenía que «el tiempo y el destino se parecen los dos», tal vez porque tienen una extraña forma de ir sincronizando sus amenazas.

Sólo se es joven una vez, y muy brevemente. Luego el tiempo echa a correr y ya no hay quien lo alcance. El tiempo es un fugitivo «que ni se para ni tropieza», un gran depredador del que no puede defendernos nadie, ni siquiera un tigretón.