Hay un microcuento del mexicano Juan José Arreola donde cuenta que en una ocasión se encontró con el argentino Jorge Luis Borges. Como en él se da la circunstancia de que ambos están muertos, para entretenerse deciden conversar sobre la eternidad. Parece coherente que dos escritores universales, si se cruzan al otro lado de la frontera de lo real, se pongan a hablar de cosas trascendentes, y la eternidad (¿de sus respectivas obras literarias, de ellos como individuos, de sus almas?) lo es en grado máximo, pero a uno se le ocurre que más factible sería lo contrario: que, cansados de rendir tributo a lo importante (la Historia, el Lenguaje, la Imaginación) y jubilados de cualquier responsabilidad por la muerte en persona, se pusieran a dialogar de fútbol, vinos, zapatos, películas, hoteles, conocidos, viejos amores, achaques, colchones, restaurantes, etc. De lo que fuera para pasar el tiempo o el no-tiempo de los difuntos sin sentir el peso de lo divino o del infinito, que es un peso que le viene bien a uno cuando está vivo porque le obliga, como a una acémila un látigo, a no quedarse parado en el mismo sitio, pero que deja o debería dejar indiferentes a unos desencarnados que, por su misma condición, ya saben que lo divino o el infinito no son instancias metafísicas sino meras agencias de viaje.

Si ese relato lo hubiera escrito Arreola después de muerto se habría dado cuenta de esa disfunción, que es narrativa tanto como existencial, y habría hecho que sus personajes, él mismo y el maestro Borges, hubieran intercambiado opiniones sobre asuntos baladíes en vez de sobre la eternidad. Ese error lo pudo cometer porque, no estando muerto, creía que los que sí lo están no pueden evitar reduplicar su condición reflexionando sobre una eternidad considerada como jefa suprema u horizonte final de todos los seres. Si la muerte fuera eso, darle la razón a las teologías más convencionales, morir no serviría para nada, es decir, morir no le libraría a uno de nada. Una vez superada la sorpresa inicial de que, después de muertos, Borges seguía siendo Borges y Arreola seguía siendo Arreola, se habrían dado un abrazo y, felices de por fin estar exonerados de las urgentes y exigentes tareas que tenían estando vivos (dar conferencias, publicar textos, exponerse al criterio de los críticos, firmar autógrafos, recibir condecoraciones, administrar el acoso de los admiradores, parecer ininterrumpidamente lúcidos y precisos), se habrían ido a jugar al dominó, a dar de comer a las palomas, a organizar un asado o a hacer saltar guijarros planos sobre las aguas de un estanque.

Un muerto que se dedica a construir silogismos sobre la eternidad, que es un nombre un poco más rimbombante para referirse a la muerte, es alguien o algo que se muere dos veces, alguien o algo que se deja enterrar dos veces: por los contritos deudos y amigos del mundo y por los serios fantasmas del trasmundo. Y ya que uno tiene que morirse, por lo menos que eso le sirva para liberarse de los fardos que la vida le ha ido colocando sobre los hombros. Que la muerte sea una ocasión para recomenzar de nuevo sin las presiones de objetivos, prejuicios, teorías, condicionamientos sociales o genéticos, sentimientos acumulados, inercias o contratos. Hay que morir menos aunque nos muramos del todo. Hay que quitarle plomo a los muertos, maestro Arreola, así que, cuando pueda, envíenos su nueva versión, ahora basada en una experiencia y no en meras especulaciones, sobre su encuentro con Borges hacia el año 2001.