Me encuentro más cerca de la cuarentena que de la treintena. Y sobrevivir y superar los días dentro de este tramo vital lleva aparejado el tener que ir asumiendo una cierta lentitud a la hora de asimilar cualquier tipo de cambio social. Pero a su vez, paradójicamente y a pesar de ello, uno también adquiere ciertos reflejos o habilidades intuitivas a la hora de identificar aquello que, sin duda, nos puede acarrear conflictos y problemas. Es como si lo vieras venir. Entornando el ojo. Con la mirada de Clint Eastwood. Por ahí va a explotar la cosa, se dice uno. Y se acierta. Y todo esto lo comento a cuenta de una noticia que, hace tan sólo unos días, afloró en la prensa malagueña y que me dio por comentar con un amigo que se gana la vida como profesor de adolescentes. En declaraciones de la consejera de Educación, Adelaida de la Calle, parece ser que la Junta ha elaborado un protocolo específico que permitiría a los profesores requisar los móviles de sus alumnos en determinados supuestos y a fin de prevenir acosos y otras malas hierbas. Sentados en una cafetería del centro, me limito a plantar frente a mi amigo la página del periódico y su titular. Compadre, me dice, esto es lo que nos faltaba. Mi amigo mira a los lados antes de proseguir. Como intentando vaticinar por dónde le va a llegar la vara de medir lomos. Yo le digo que enhorabuena, que asumir más competencias siempre supone un ascenso directo o indirecto en tanto en cuanto uno adquiere más autoridad y, por consiguiente, más respeto. Que no compadre, me replica. Que los niños se las conocen todas, que saben más derecho procesal que el Lute, añade. Y entre los alumnos y los padres de un lado y los de otro, no sabe uno ni por dónde le llegan las balas. Como lo de susto o muerte, me dice. Que los menores de hoy no sabrán recitar la lista de los reyes godos, pero si les señalas con el dedo de manera algo más vehemente te dicen que ojito, que conocen sus derechos. Como cuando los americanos se acogen a la quinta enmienda. Y si les abres un cajón, o les insinúas que les vas a quitar el móvil, te plantan que el artículo dieciocho de la Constitución garantiza el secreto de las comunicaciones salvo lo que se disponga por resolución judicial. Y no se doblegan por mucho que uno intente mantenerse en su sitio y objetar que ellos son menores de edad. Insisten. Y te argumentan que el artículo cuatro de la Ley de Protección Jurídica del Menor salvaguarda expresamente el derecho de sus comunicaciones por lo que si una ley los protege frente a la injerencia de sus padres tanto más frente a las conjeturas de un triste profesor. Y añaden que cualquier tipo de iniciativa administrativa de carácter invasivo a este respecto jamás podría puentear, salvo que lo diga un juez, lo preceptuado por una norma con rango de Ley, y mucho menos contravenir lo dispuesto en la Carta Magna. Mi amigo se da una pausa. Toma aire y suspira. Yo intervengo para intentar desbrozar ese camino tan negro. ¿Y si les pedís una autorización previa a todos los padres?, le propongo. De nada sirve, me responde. No se puede obligar a nadie a firmar una cesión previa de derechos de rango legal, o constitucional, me contesta. Entonces yo tomo de nuevo la palabra. Quizá, le digo, sería cuestión de requisar el móvil hasta que vinieran los padres y, entonces, revisarlo con su consentimiento y delante de ellos, no antes. Mi amigo vuelve a suspirar y responde. Si yo hago eso y luego resulta que en el teléfono no hay nada me busco la ruina. Le dan la vuelta a la tortilla y te convierten a ti en el acosador que ha vulnerado sus derechos y, encima, te piden daños y perjuicios por difamarlos. Mi amigo guarda silencio. Yo aparto el periódico, como intentando volatilizar sus pensamientos y dejar hueco para otros más prosaicos. Doy un sorbo a mi café. No te preocupes, le digo. La Junta lo tendrá muy bien pensado. Él suspira por última vez. Sí, seguro, me dice.