Como si no fuera suficiente con escándalos precedentes como el de Rita Maestre y el de los titiriteros, la justicia española vuelve a desbarrar y a escribir una nueva página en negro en su cruzada antediluviana y fascista contra la libertad de expresión. Ahora le ha tocado el turno al cantante de Def con Dos, un tipo, César Strawberry, que se ha dedicado toda su vida, y muchas veces con acierto, a la sátira y a la incorrección política, y al que no se le perdona que se haya acercado a esto de las redes sociales a hacer lo mismo que hace por esos pagos el noventa por ciento del personal: escribir soplapolleces y después, sin que nadie se lo pida, incluso con la familia y el catecismo en contra, darle al botón de «enviar». Con independencia de la calidad de los escritos, algunos más simpáticos que otros, que de todo hay en estos litigios, el juicio a Strawberry supone un paso más en la locura totalitaria y la confusión de conceptos que desde hace ya demasiado tiempo recorre el estamento judicial. La posibilidad de meter a alguien en la cárcel por ser chistoso es antidemocrática, pero también ferozmente antiespañola en la medida que invalida una de las tradiciones más arraigadas en el imaginero popular: la del humor negro y salvaje, mal engastado si se quiere, siempre inoportuno, pero presente como descarga patológica tanto en el arte como en su acepción patatera de barra de bar. La mofa de poca monta y poca altura, la chanza sin desbastar, forma parte de nuestro patrimonio, de lo mejor y de lo peor de la vida en común, capaz de abrazar procesos artísticos iconoclastas y reveladores y producciones sin maña, cafres, propias de un gañán. España es un país bestia como Francia es un país satírico. Y decisiones como la del Supremo están tan mal definidas que abren una veta intolerable y peligrosísima. Primero porque es en el ámbito de la educación y no en el derecho penal en el que se deben combatir esos defectos congénitos, pero también porque con semejante criterio habrían acabado entre rejas hasta Cervantes (again) y Azorín. Si con lo de los titiriteros se llegó a la hazaña irrepetible y bretchiana de querer procesar a alguien por su comportamiento en la ficción, lo de Strawberry apunta igualmente a escabechina. Tanta como para hacer que no pasara el corte media historia del arte y la vanguardia y, sobre todo, casi el conjunto de la sociedad. La democracia es riesgo y siempre es preferible un modelo que da la oportunidad de decir insensateces a otro en el que la contención se convierte en un imperativo judicial. Que en plena escalada de violencia terrorista haya que invertir recursos en perseguir las tonterías que la gente va diciendo por ahí es no haber entendido nada en términos de seguridad. Y más cuando pocos días después de montarle el pollo al Strawberry aparecen en la prensa cuatro locos de Málaga organizando una misa y una quedada para honrar la memoria del «glorioso movimiento» y de Blas Piñar. Si al Tribunal Supremo le preocupa el twitter ya veremos la que se lía cuando oiga hablar a Hernando o sus señorías den con El Chiringuito haciendo zapping de entogados desde el sofá. Caemos de cabeza en un estercolero profundo, con fronteras difusas, en el que la moral, una vez más, se confunde con la moralina y la falta de respeto con algo mucho más serio como es el terrorismo o la criminalidad. Qué se puede esperar de un país que otorga subvenciones a la fundación de un dictador y quiere llevarse a chirona a una chavala por hacer un chiste sobre un gerifalte de la represión. Cuidadito con lo que dicen. Mejor estudien y piensen y escriban en inglés.