Por situarlo de alguna manera, Ferran Adrià es uno de los cinco cocineros más grandes de la historia y, probablemente, el mayor innovador entre todos ellos. A Adrià le hicieron el otro día la pregunta de cómo se puede innovar un chachopo y comparó el cachopo con una croqueta. Un número indeterminado de tuiteros mostró su indignación y, sin embargo, la única que podría haberse sentido ofendida es la croqueta, una fritura universal que compartimos desde la infancia. La ofensa fue lavada con descalificaciones como suele suceder en las redes sociales, y ninguna consideración ajena a la banalidad. Igual que si hubiera que difundir el descontento de los tertulianos de un bar con su equipo durante un partido de fútbol por la televisión, algunas cabeceras digitales supuestamente serias se hicieron eco de la indignación de los tuiteros a causa del cachopo. Lo del cachopo -que no es ningún invento porque cuando empezó a consumirse ya existía el cordon bleu- es lo de menos. Nadie que le guste comerlo, salvo por ociosidad extrema, debería sentirse ofendido porque lo equiparen a una digna croqueta. No van a compararlo con caviar Beluga. Lo de más es esa percepción banal y continua de la ofensa que se manifiesta en cualquier tipo de anécdota sin categoría para resultar ofensiva. Y más inquietante aún resulta el eco que todo este tipo de reacciones produce. Es el fruto de una atención excesiva a un incendio localizado que por momentos se convierte en el epicentro de la opinión pública, sea protagonista el cachopo o el Papa. Y así le va al mundo.