Hace trece días y cuatro horas asistí al acto de entrega de un premio periodístico. La distinción se la daban a un colega que había redactado una apresurada pero bien escrita e incisiva biografía de un prohombre de la ciudad, conocido también por sus numerosas amantes, su voz de pito y una pronunciada cojera producto de la colisión con un trolebús. No un atropello. Una colisión, sí. El prohombre medía más de dos metros y pesaba 173,5 kilos. Un día de otoño tamaña pieza humana se abalanzó contra el trolebús sin que se sepan los motivos. Tuvo suerte. El prohombre, no el trolebús. Sólo sufrió daños en una pierna. El trolebús lo lanzó cuatro metros hacia adelante y su caída fue amortiguada por la espalda de Virtuditas Somoza Calatayud, natural de Riofrío, que pasaba por allí y casi muere del susto y de las contusiones sufridas por el golpazo que le dio el prohombre.

Según algunos, el cuerpo de éste describió una trayectoria de perfecto arco de herradura desde que impactó con el trolebús hasta que cayó en las espaldas de la moza Somoza. A partir de ese día el prohombre grandón, fornicador y de voz de pito decidió que quería contar su vida. Como redactar textos no estaba entre sus virtudes, entre las cuales sí se hallaba abrir botellas de cerveza con los dientes y expeler ventosidades en dos tiempos, buscó a un periodista para que se la escribiera. Mi amigo el del premio. Le pagó trescientos euros, un mechero, seis Coca Colas y un menú del día en La Dolores, famoso establecimiento del centro de la ciudad donde despachaban unos bocadillos de mejillones en escabeche que condimentaban con una salsa de secreta composición. A tal mejunje la gente los llamaba farallones. Y así lo anunciaban ellos en su pizarrín junto a los callos, la jibia o la tórtola frita: farallones estilo de la casa. Todos sabemos que farallón es otra cosa, pero bueno, también todos sabemos que nos tenemos que morir pero aquí seguimos, haciéndonos el loco por si la parca se olvida de nosotros.

El acto de entrega del premio tuvo lugar en un palacio decimonónico que no obstante a mí me parecía veintimonónico, pero allá cada cual con sus creencias arquitectónicas. Pasé agradablemente el rato, charlé, tomé canapés, saludé a conocidos, me encontré a algún amigo y mantuve una estimulante tertulia con otros asistente que debatían si tendría sentido suprimir del diccionario la palabra ´soviético´, dado que ya no designa nada. Me opuse. Incluso me puse un poco soviético, al decir de un contertulio. Después de la presentación acudimos a un local de mucha prestancia donde se hacen elegantes cócteles y hay sillones cómodos y paredes forradas de madera. Es el sitio ideal para tomar un whisky de malta, así que pedimos un gin tonic. Fue entonces cuando el prohombre biografiado, el editor, mi amigo el periodista premiado y un sujeto que conocí en 1993 y del que todo el mundo decía que no tenía nombre, me preguntaron si ya sabía que yo salía en el libro. No lo sabía. Joder, no lo sabía. Mi amigo, yo lo suponía amigo, no me había dicho nada. Y yo tenía el libro desde hacía tres días. Por tener tenía en la mano un ejemplar, que me lo había traido de la presentación. Lo abrí. Fue un error. O sea, quiero decir que lo que hay que hacer en ese caso es preguntar, no ponerte a buscar en el libro, que además carece de índice onomástico. Entonces me lo dijeron: sales como conductor del trolebús que le cambió la vida y las costillas al prohombre. Es mentira, dije, yo nunca he conducido nada. Y además no es un libro de ficción.

Bueno, me dijo el periodista alargando la e con tono lúgubre, también pone que caiste muerto en un duelo con un hombre del que nadie sabía su nombre. Al que retaste en un elegante bar con paredes forradas de madera. Bebí.