Perfeccionista y supersticioso. Así se definía el maestro de lo real y de lo maravilloso. El periodista con una ética a toda prueba, capaz de reconstruir el esqueleto entero de un dinosaurio a partir de una vértebra. Y el escritor que nos enseñó la existencia de realidades que se cruzan en un poblado donde coexisten los vivos y los muertos, y sus fantasmas. Aquel Macondo donde lo prodigioso y lo humano, lo heroico y lo vulgar, enlazan siete generaciones de una saga épica de tiempo barroco, desde sus orígenes hasta su destrucción. El territorio de la familia Buendía que cumple cincuenta años de insomnio. Igual que el tiempo de la peste que recorre una parte de su historia antes de transformarse en la peste del olvido de la que sólo tiene el antídoto Melquíades, brújula del conocimiento de José Arcadio Buendía, los dos protagonistas fundacionales, junto con Úrsula Iguarán, de Cien años de soledad. Nunca he dudado que de ese misterioso y sublime personaje gitano, que regresa de la muerte porque no soporta su soledad, le venía a García Márquez su rechazo al mal gusto de una palabra porque atrae la mala suerte. Igual que su fascinación por el lenguaje como designación de las cosas, como representación de la realidad, como versiones de una misma historia, como presagio de lo milagroso y creación de lo mágico dando lugar a lo mítico y legendario.

Pocas veces una novela es tanto. Cada cual tendrá su arcón de lecturas predilectas, los abracadabras que le franquearon vivir otras vidas y los mundos en los que aprender a ser lo que se sueña con palabras. Pero casi ninguno de esos arcanos impresos te enseña a leer una novela como el árbol genealógico de una familia -en el que cada rama de su ADN tiene su historia y su presagio- que representa todas las posibilidades de la naturaleza humana y el encantamiento de un universo habitado por fuerzas sobrenaturales y miedos atávicos -lo mismo que en las tragedias clásicas y su eco en las obras de Shakespeare-. No sólo la nieve como descubrimiento mágico en la mirada de un niño nos embriagó en su lectura, porque son muchos los maravillosos episodios que pespunta la imaginación iluminada de sucesos como el del ramillete de mariposas que persigue a Mauricio Babilonia enamorado, o el de Remedios la Bella elevándose en el aire mientras dobla sábanas de bramante con Amaranta y se pierden con ella para siempre «en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria».

El tiempo no perdona el eco de muchas lecturas y, salvando a los clásicos en los que no es difícil encontrar un nuevo hallazgo que nos alimenta el conocimiento y el diálogo con la vida, lo normal es que aquellas novelas del embrujo juvenil o del boom de su argumento entre nosotros se nos caigan de las manos como tristezas del otoño o pretéritos de un destello convertido en polvo. A Cien años de soledad no le ocurre esa quiebra de su espejismo. Al releerla me acordaba de muy pocas cosas pero recordaba todo. El espíritu de sus historias, la hojarasca de sus personajes, el esoterismo y policromía emocional de su atmósfera, se despertaron enseguida y no tardé en adentrarme en Macondo con la felicidad de un niño que corre descalzo por la jungla de la aventura.

Es lo que tiene Cien años de soledad: el síndrome del encantamiento. 50 años después de su fundación, Macondo es, como dice el escritor argentino Rodrigo Fresán, el suburbio tropical de la Yoknapatawpha de Faulkner pero con un idioma que contiene un remolino de historias fantásticas y perfumes de la Aracataca de la infancia del autor, el eco de los relatos de su abuela Tranquilina Iguarán y las cicatrices de gesta del abuelo Nicolás Márquez, sobreviviente a la guerra de los Mil días, y que de repente maduraron, a bordo de un coche en una carretera mexicana de Cuernavaca, en un chispazo de literatura con una gran potencia viral que produce euforia y hechizo. Lo mismo en un lector ucraniano que de Sudáfrica, en un judío neoyorkino que en un árabe afincado en Londres. Un éxito debido en gran parte a la habilidad con la que el escribidor colombiano conjuga en sus páginas la figura del narrador omnisciente de la novela decimonónica, la voz del cuentista de la tradición oral y el registro del cronista de Historia para crear un mapa narrativo de la épica de la vida y la magia de lo cotidiano en el que se borran las fronteras entre lo real y lo fantástico.

En Tras las claves de Melquíades, Eligio García Márquez -hermano menor de Gabo- recuerda que sólo en la primera semana de publicada se vendieron 1.800 ejemplares de la novela y esa cifra se triplicaría a la semana siguiente hasta alcanzar los 8.000 ejemplares agotados en tres semanas. Hoy día son más de 50 millones traducidos a 25 idiomas. Jamás lo soñó aquel niño, ensimismado aprendiz de los cuentos familiares -como casi todos los piratas de infancia que mudan luego en escritores- educado en un suburbio de Bogotá, que abandonó sus estudios de Derecho para ser periodista en Cartagena, Barranquilla y Bogotá y marcharse a Europa como corresponsal de El Espectador y alternar el oficio que tanto amó canjeando botellas en París por efectivo y en Roma con los estudios de cine experimental antes de marcharse a la Habana y montar la agencia de noticias Prensa Latina con la que se mudó en 1961 a Nueva York. Era en México donde le aguardaba el destino: la confección de una novela febril, ahumada en cigarrillos, amarrada a la realidad por el trabajo de su esposa Mercedes Barcha -siempre hay una mujer en la sombra autista de los artistas y su abstracción de las necesidades mundanas-, y de la que sólo voló la mitad a la editorial Argentina porque carecían de los 82 pesos que costaba enviar el peso de todo el manuscrito, nacido de la imprenta el 30 mayo de 1967. Muy pocos han visto de cerca, no el original que destruyó su autor, sino las galeradas en las que caligrafió 1.026 correcciones. Su trazo que suprime y añade frases, sustituye palabras, reordena juegos de lenguaje, pule, despeja, purifica el texto y lo completa. Cuánto disfrutaríamos comentándolo en taller mis aplicados y brillantes alumnos de Paréntesis.

Cincuenta años no envejecen la literatura del Nobel. Viven espléndidos El otoño del patriarca, El coronel no tiene quien le escriba y Los funerales de la mamá grande, veneros magistrales que desembocan en aquella prodigiosa soledad de cien años que perdura como novela leída por distintas generaciones. Nadie acierta a explicar muy bien porqué. «Por la construcción de un pasado ilusorio, mítico y épico» como dice Héctor Abad Faciolince; «porque plantea la historia del nacimiento del mundo, y del hombre que en ese mundo nos interesa y nos conmueve», según defiende Santiago Gamboa o debido a que, como afirmó Neruda, Cien años de soledad es el Don Quijote del sur global. La cuestión es que van a festejar su efeméride en su tierra merecidamente. Jornadas de lecturas en la Fundación para el Nuevo periodismo en Cartagena; conversaciones en Caracol Radio con la participación de expertos como Erna von der Walde y el escritor Alfonso Sánchez Baute; con recreaciones de varios de sus capítulos en Aracataca, donde el auditorio de la Casa Museo Gabriel García Márquez acogerá encuentros de historias contadas por adultos y con la programación de la XII edición del Hay Festival 2017 entre otros.

Nuestra mejor manera de cumplir con su fiesta es leyendo de nuevo esta obra maestra en la que García Márquez nos enseñó que la vida no es como uno la vivió, sino como uno lo recuerda y cómo la recuerda para contarla.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es