La batalla contra la panga va ganando adeptos. El bicho aguanta como puede en la esquina del ring pero el noqueo es inminente. No hay salvación alguna. Se encuentra tan acorralado entre las cuerdas que tengo que reconocerles que me está empezando a provocar la simpatía que generan las causas perdidas. Como cuando el pueblo ruso, contra todo pronóstico, comenzó a vitorear al Potro Italiano. Se le ha llegado a llamar, con muy mal gusto, el pescado de los pobres. No sé por qué hay que sacar la referencia descriptiva a los más desfavorecidos. ¿Acaso se habla del bogavante de los ricos? Pero en fin, ese es otro tema. Yo no soy experto en nutrición ni en medio ambiente pero, a mi juicio, la guerra contra la panga es claramente incoherente por ser parcial. Insisto, no porque las críticas que recibe no tengan como base argumentos razonables y dignos de valoración, sino en tanto en cuanto dichas campañas van encaminadas a cortar la cabeza de un producto en concreto y no a garantizar o a promover medidas educativas de salud alimentaria general. Otras especies objeto de crianza pueden ser portadoras de las mismas pegas achacadas a la panga y, sin embargo, el silencio hace estragos. El gerente de la Asociación Empresarial de Agricultura, Javier Ojeda, manifestaba hace unos días en un programa de radio que, de momento, alerta sanitaria no hay. De hecho, las autoridades insisten en que todo lo que se comercializa en España supera las barreras de control de la Unión Europea. Y sin embargo, y a pesar de ello, las grandes cadenas de distribución anuncian que retiran a la panga del mercando por problemas medioambientales relacionados con el modo y los métodos de su crianza. Como si aquello no se supiera de antes, cuando el bicho se vendía por palés en época de crisis. Pero claro, ahora que el pez ha caído en desgracia y no se comen una rosca con él, se esgrime el argumento del retiro voluntario del mismo en pos de salvaguardar el orden natural del gran ecosistema. Viva el vino. Y al final, todo es tan parcial que me resulta irrisorio. Como las campañas de presión a comedores escolares que se han protagonizado en la provincia y que sí, que están bien, pero que no complementan suficientemente sus reivindicaciones con alusiones a la harina refinada del pan blanco, ni al mercurio del atún o del pez espada, ni a los zumos de fruta sin fruta, ni a las salchichas y demás formatos de carne procesada, ni al aceite con el que se fríen las patatas congeladas, ni a la procedencia de los llamados nuggets de pollo. Por el amor de Dios, sigan tirando del hilo. Y es que eso de que se te meta algo entre ceja y ceja es muy de aquí. Muy de la tierra. Y si la carne tiene antibióticos u hormonas y rezuma espumarajos cuando la pones a la plancha, bueno, pase. Pero mire usted, panga no. Del petróleo en las gominolas o del origen de los rulos del shawarma ya hablaremos otro día. Las gambas también almacenan mercurio en sus cabezas, dicen, por lo que ya tampoco es lícito chupar. Las cabezas de las gambas, me refiero. ¿Qué nos quedará entonces si incluso la OMS arremetió contra los embutidos el año pasado? Y por cierto, que no le hicimos ni puñetero caso. Ni bajaron las ventas ni hubo alertas contra el jamón serrano en los comedores escolares. Quizá porque aquello no venía de fuera. Peligrosa reflexión. Pero ténganla en cuenta. En lo que a mí respecta les confieso que, con todos los datos y riesgos alimentarios expuestos sobre la mesa, uno se contagia de cierta resignación suicida y se come lo que de ordinario se le planta sin pensarlo demasiado. ¿Queda libre de pecado algún alimento? O como decía el grandísimo Gregorio Sánchez en aquel chiste mítico: ¿Tendremos que comer? Y es que al final, puestos a ser osados, no sabe uno cómo tentar más a la temeridad y a la suerte: Si cociendo las patatas de la ensaladilla rusa con las cabezas mercúricas de las gambas o presentándose en un comedor escolar arriesgándose a que te pongan la pinga de la panga.