Lo endótico pertenece a lo infraordinario. Se lo leí a George Perec. Es lo contrario de exótico, un antónimo algo perdido en el que nadie repara igual que ocurre con lo que viene a describir como neologismo. Perec es, a su vez, uno de esos autores que exige al lector complicidad, y una vez que éste se la brinda no deja jamás de agradecérselo. Pues bien, los ojos se salen de las órbitas con todo aquello que nos resulta exótico o extraño. Sin embargo, con facilidad, perdemos interés por lo endótico que es tan familiar que ya casi ni lo vemos. Por ejemplo, Trump está siendo, además de un elemento de perturbación universal, tan extravagante e inusual que no para de sorprendernos. Hasta que nos cansemos de sus reiteraciones psicopáticas. Entonces, si todavía no es demasiado tarde, dejará de interesarnos. En realidad preferiría, como sus compatriotas a los que les quita el sueño, que la pesadilla durará lo menos posible. A Trump es mejor no desearle que llegue a aburrirnos de la misma manera, pongamos por caso, que la corrupción, en la que apenas se repara por repetirse más que las cebollas. Nadie lleva ya la cuenta de lo que ha cobrado de manera irregular Rodrigo Rato, al que como penúltima novedad Santander, CaixaBank y Telefónica pagaron de forma encubierta, según la Oficina Nacional de Investigación del Fraude. Ello no quiere decir que todo lo infraordinario, por familiar, sea aburrido y merezca desinterés. Pero prestamos más atención a lo superficial que a lo invisible, y lo endótico, al contrario que lo exótico, permanece escondido y no despierta curiosidad. Profundizar, estar en los detalles, en todo lo que se nos despista por ordinario, no se valora en este mundo rendido a las apariencias.