Abraham Poincheval, un performer francés, va a pasar una semana encerrado dentro de una roca cuyo interior ha sido excavado dibujando su silueta sentado. Será en el Palacio de Tokio de París y, una vez que las dos mitades de la roca se junten, sólo podrá recibir agua y comida por una pequeña abertura, que también le servirá para respirar, y dispondrá de un móvil por si su vida corriese peligro. Una cámara diminuta grabará lo que allí ocurra, algo que ya ha anticipado el propio artista: lo que allí sucederá será la experimentación de «la temporalidad del reino mineral». Habla sobre seguro porque con anterioridad se metió durante trece días dentro de un oso disecado, lo cual, suponemos, y siguiendo esa misma lógica, le llevaría a experimentar la temporalidad del reino animal. Le faltaría introducirse dentro del tronco de un árbol para experimentar el reino vegetal, del ojo de un huracán para experimentar el reino atmosférico o de las paredes de un horno encendido para experimentar el reino del fuego.

Podríamos seguir porque los reinos son infinitos (por no hablar de los sub-reinos: rocas, animales y vegetales los hay de muchas clases y cada una tiene texturas, composiciones y vibraciones temporales diferentes) y, con ellos, las experiencias que prometen. Pero no nos dejemos engañar: lo que Abraham Poincheval experimentará será su propia temporalidad sometida a circunstancias extraordinarias. La roca, o antes el oso, son excusas para sentir cómo el tiempo, una vez liberado de las servidumbres de lo cotidiano (llevar a los hijos al colegio, hacer la colada, cocinar, fichar en una oficina o montarse en un autobús), adquiere densidades y velocidades especiales, lanza preguntas inesperadas al cerebro o informa a la sensibilidad de detalles que le habían pasado desapercibidos. Ese tiempo detenido o lentificado es, además, un tiempo descondicionado que, a poco que sea atendido como se merece, enseña mucho sobre el lugar que le corresponde a uno en el universo (empezando por el lugar que le corresponde a uno en su universo interior, el de su alma o como se llame).

No parece que sea esto, sin embargo, lo que pretende Abraham Poincheval. No es esta modalidad de sabiduría la que busca, algo que le emparentaría con los seres espirituales de cualquier época o lugar (muchos, por cierto, clausurados voluntariamente dentro de cuevas remotas e inhóspitas durante decenios y sin teléfonos a su alcance por si se deshidratan o les ataca el Yeti), sino notoriedad en el mundo del arte. Tampoco es su lugar en el universo, sino su lugar en los museos contemporáneos, en las noticias de prensa y en los catálogos. Y muchos menos aportarle algo novedoso a la estética o a la filosofía, tan manoseadas ambas por la grasa del mercado y sus valores huecos, sino echar más carbón a la locomotora del espectáculo para que no se detenga.

La idea de Abraham Poincheval a uno le parece buena. Porque apenas sabemos ya relacionarnos con el tiempo y, de hecho, estamos sometidos a su dictadura. Y porque, de resultas de eso, nuestras experiencias son pobres, repetitivas, obligadas y oscuras. Necesitamos un contrato nuevo con la temporalidad para que deje de apabullarnos y vuelva a contarnos sus misterios junto a una chimenea o bajo una araucaria. Pero firmarlo dentro de un museo es ponerse indirectamente de parte del rival al que se quiere meter en cintura. ¿Que cuál será su siguiente proyecto? Incubar durante tres semanas varios huevos de gallina y luego hacerse responsable de la prole. También dentro de un museo, claro.