Se está poniendo el mundo asquerosamente neosecular. Una cosa inapresable, que no se sabe muy bien si va o si está de vuelta, con voz aguardentosa y vagidos irreconocibles de inmadurez. Ojo que a Trump le siguen sus huestes y la historia. Y ya asoma por la Francia laica y otrora de las luces el popurrí cavernícola de los Le Pen. Como sesudo defensor del apocalipsis, he de reconocer que París se volvió una fiesta y aquí baila todo el orbe, con unos cruces de eliminatorias para cuartos de final que incluyen el petardeo del ISI y hasta el estado de ánimo de Putin y de Kim Jong-Un. Para los amantes del revistón la política nunca estuvo tan animada. Y, sobre todo, de comedieta de bajo estofa: da la sensación como en las malas digestiones que la teoría fracasó y que la posmodernidad se volvió palaciega, que en cualquier momento un asunto de alcoba o unas cañas entre líderes financieros pueden resultar vinculantes, como en la época en la que había que casar a las hijas de las Austrias con algún primo rubio y espigado para seguir con la chifladura en la que no se ponía el sol. Apenas empezábamos a asimilar los arrebatos de fe de la ciencia económica cuando a la presión de las grandes corporaciones se suma la política temperamental, con un tipo de corte gilista como Donald Trump al que le sobra la ley, que pertenece a una filosofía de resolución de conflictos previa incluso al surgimiento de la ley. Se añoran los ochenta, las hipotecas estables y la tensión controlada de Gorbachov. En España, que, pese a toda la fanfarronería de Aguirre, sigue siendo un país económicamente intervencionista -aquí el empresario es liberal hasta que el liberalismo le jode y clama por la legislación, véase el asunto energético-, se anuncia sotto voce la enésima ruptura de España. Y quizá la más preocupante, en cuanto antinomia necesaria, es la contusión de la izquierda, socializada últimamente en el sentido pugilístico que marca la agenda interna del PSOE. Mal le iría al país si el izquierdismo se despeña y la oposición queda en manos del cinismo de Ciudadanos y del terruño nacionalista, con su implacable ajedrez negociador para obtener beneficios en pequeño, de ámbito caciquil y comarcal. Cambiar carreteras por votos a favor de la política de refugiados es algo muy de la CUP y de lo que en la política española se entiende como consenso, que no es otra cosa que una red intrincadísima de toma y daca, de concesiones a cambio de renuncias y voluntades específicas. O sea, lo que viene siendo hacer pasillo, que es donde había que trasladar el hemiciclo, con un reality a tiempo real siguiendo a Susana Díaz y micrófonos de ambiente como los del fútbol. Aprenderíamos todos a querernos más. Así, sin tanta careta endeble, dejando que el españolito de la política campara a sus anchas, con su retórica de teléfonos móviles, abucheos, carantoñas y filiaciones genealógicas y putativas. Que un ignaro enriquecido y despreciable como Trump haya hecho carrera en Estados Unidos se explica también en clave castiza. Y mucho cuidado que la patata está caliente: Macri en Argentina, la Alemania más ruda ganando posiciones, el semillero de desprecio siempre a punto de combustión que representan más allá de la escenificación políticamente correcta muchos países de Centroeuropa. Un futuro, en definitiva, retro, con elementos dinamiteros impredecibles y demasiados puntos de contacto con lo peor del pasado del hombre. Esta vez el fantasma es grotesco y no recorre solamente Europa. La historia va en derechos por hace ochenta años y se sigue desandando. Veremos hasta dónde aprende.