La unidad de Podemos se construirá sobre una victoria aplastante e inapelable. Echenique había descartado de antemano que la confrontación interna pudiera resolverse con un reparto equilibrado de fuerzas. Estaría bien que su próxima contribución a aclarar las dinámicas del partido consistiera en actualizar el censo de los inscritos, más de 450.000, de los que en un proceso tan polarizado y reñido como el de Vistalegre sólo votó un tercio. Pese a ello, los 155.000 electores telemáticos marcan un máximo de participación y dan a las decisiones de Podemos una dimensión inusual en otras organizaciones políticas. Las llamadas a la unidad forman parte del ambiente catárquico con el que se intentaba recomponer el Vistalagre de 2014. Pero los abrazos fríos dejaron constancia de que los de entonces ya no son los mismos. Los proyectos políticos de Errejón y el de Iglesias resultaba irreconciliables de partida y la confrontación sólo consiguió afilar las aristas, sin que hubiera ningún intento de buscar un espacio común, aunque sea pequeño, sobre el que levantar esa unidad que desde ayer sólo es el relato de los vencedores. Pese a su derrota, el hasta ahora segundo de Podemos insistía en mantener izada la bandera de la pluralidad, pero las bases fueron rotundas en su preferencia por la estrategia de Iglesias, que arrincona al partido en una esquina del mapa político desde la que resulta casi imposible cuajar una alternativa de gobierno. A medida que enfríe la herida, Íñigo Errejón irá tomando la medida de su fracaso, a lo que ayudarán todos aquellos deseosos de ponerlo en su lugar, que es también otro rincón, el más próximo a la puerta de salida. En el malestar del errejonismo está el germen de algo nuevo. El desenlace de la crisis del PSOE influirá en el devenir futuro de los ayer derrotados. Si, como todo apunta ahora, la quiebra interna de los socialistas concluye con un intento fallido de pacificación, quizá una suma de malestares amplíe la fragmentación de la izquierda.