Y luego dicen que ya no se escriben cartas. La Audiencia de Vizcaya ha condenado a medio año de cárcel por un delito de infidelidad en la custodia de documentos a un trabajador temporal de Correos que tiró la correspondencia en lugar de repartirla. Se escriben cartas, sí. Otra cosa es que lleguen, claro.

El juez ha tenido en cuenta, a la hora de imponer la pena, que el encausado sufrió una reacción aguda de estrés y ansiedad. Qué pechá de curro y qué poco sueldo, debió pensar el cartero en cuestión, agobiado tal vez, supone uno, por la grafomanía de sus convecinos. La grafomanía y la paquetería, que ahora Correos es empresa (eficacísima) de reparto de paquetes. A eso añádanle (en el carro del cartero) la cantidad notable de correspondencia bancaria, que luego bien que nos cobran. Hay bancos a los que sólo falta escribirte para informarte de que el interventor de tu oficina ha ido a mear. Va uno el buzón y hay cartas del banco. No falla. Tal vez a alguien eso le mitigue la soledad. Abra una cuenta y verá como el acto de ir al buzón no es un trampolín a la desolación y la soledad: siempre habrá algo. Amigos no tendrá, pero un saldo, aunque sea negativo, sí. Y no se olviden de la publicidad, de supermercados y gimnasios y panaderías o grandes almacenes. Total, que el protagonista de nuestro artículo (y de la sentencia) a lo mejor manejaba a diario un paquetón más cargado que el saco de Papa Noel.

En fin, seamos benévolos, que el hombre parece que no era un embajador en la tierra de la desidia y sí un pobre currela agobiado y con ansiedad por no poder realizar su cometido. A nosotros lo que nos interesa son los destinatarios de esas cartas. No de las bancarias o publicitarias. Sí de las de amor u odio o trabajo. En el contenedor vertidas quizá quedó la timorata declaración de amor de un imberbe al que la redacción de versos a su amada pudo conllevar meses de sudor, angustia e imitación inconsciente de Becquer o Espronceda. To pa ná.

O tal vez se quedó sin repartir un aviso para una cita crucial de trabajo. O la carta de una anciana, escrita con impecable caligrafía elegante que iba destinada a un nieto zascandil que no la llama nunca y que ya ni siquiera le envía una postal desde esa ciudad europea de nombre impronunciable donde los inviernos duran ocho meses. Quién sabe.

En cada carta arrojada está un lo que pudo haber sido y no fue. Una oportunidad perdida. O tal vez ganada: a veces no enterarse de algo te prolonga la inconsciente felicidad. Imaginen que el destinatario de unos fatales análisis vive una propina de tiempo, ignorante (hasta que le vuelvan a escribir) de que tiene el colesterol altísimo. O falta de hierro. Bueno, no. Falta de hierro, no. Que lo mismo le da anemia y debilidad y cuando le vuelvan a enviar los análisis no tiene fuerzas para ir al buzón. O a lo mejor era el pobre cartero el que tenía anemia. O una enfermedad escogida a la carta.