Con la justicia lo mejor es saludarse de lejos. Con respeto y distanciamiento, confiando en no tener que cruzar la mirada con ella ni en depender del exceso de tiempo ni de la letra impresa cuyo estudio e interpretación con los que sentenciar da mucho que debatir. Lo más aconsejable es absolverse a uno mismo de evaluar su labor cuando están de por medio las dos Españas o los apellidos ilustres o militantes que dependen del cristal desde el que unos y otros miran la culpa y su precio o salvoconducto. Es fácil entender que meterse en harina con la justicia es igual, en forma y fondo, que topar con la Iglesia o con la clase política. Los únicos tres gremios nacionales que se unen en muro de escudos a la romana, a pesar de sus divisiones internas, frente a cualquier embate del pueblo y de la prensa. Esos otros actores cercanos a la barbarie y a la insumisión, siempre tan demoníaca, y a la conveniente necesidad de doblegar su amenaza por la ley del hombre y por la ley de Dios. Sin que se nos permita debatir, más allá de una bronca de taberna o de sobremesa familiar, de qué hombre ni de qué Dios estamos hablando.

Poner en duda la palabra de la Justicia, de la Iglesia y del Gobierno, continúa siendo en nuestro país un posicionamiento ideológico, un conflictivo acto de insurrección. Es cierto que de un siglo a este se tiene menos en cuenta el poder religioso y que sus métodos represivos no van más allá de un anatema obispal. En cambio sí que se mantiene la práctica del fariseísmo en la fe de la justicia y la incomprensible devoción a la política gubernamental que nos administra el sacrificio y la pasión con credo A y mano B. Lleno está el infierno del paro, en los últimos años, de periodistas cuyas almas reclamaron telefónicamente las voces del sanedrín gubernamental, por insistir en meter los dedos en la llaga de santo Tomás, y ofrecidas por los dueños de sus medios en un acto de contrición. Y a bula, políticamente correcta, suenan las evaluaciones de los partidos gobernantes y de algunos medios periodísticos en loa de la «decidida independencia del dictamen, ejemplar demostración del funcionamiento del Estado de derecho y de que nadie está por encima de la ley». Ni siquiera Miguel Gallegos, el pastor de Capileira, al que un fiscal pretendió enchironar, por trincar 100 gramos de manzanilla de Sierra Nevada, durante dos años y tres meses. Casi la mitad de la pena caída sobre los hombros del ex duque Urdangarin que comparte condena de seis años con Alejandro Fernández, el joven que entró el pasado junio en la prisión de Albolote por delito de falsificación de tarjeta, estafa de 1.079 euros, mentir a la policía y huir. El pastor fue indultado, y con el marido de la infanta veremos si lo exilian cerca de Lisboa, si el Supremo lo libera o en qué queda finalmente la sombra de su castigo.

En pleno siglo XXI y en democracia -esa vieja palabra mediterránea tantas veces mercadeada y violada económicamente en la orgía de la política financiera de 2013- es menos espinoso poner en solfa la ética política que hacerlo con la intocable clase judicial. La sentencia viene a ser un debate sobre el Estado moral de la nación, con el que se reabren de nuevo qué se entiende, cómo evaluamos y desde dónde se hace, la democracia, la justicia, la independencia, la igualdad, la inocencia, la equidad en el acceso a la mejor defensa -que siempre cuesta un ojo a cambio de la posibilidad de una sentencia ciega-, la credibilidad, la mentira, la corrupción, y el ADN de cada uno de estos conceptos. Cuestiones de peso que tienen su raíz clásica y filosófica más que antigua y populista -como señalan estos días airadas voces del dogma judicial a quienes piensan que hay que hacer justicia y no que parezca que se hace- en los maestros de los que ya no nos enseñan su impertinencia intelectual como Platón «la justicia no es otra cosa que la conveniencia del más fuerte» y Aristóteles «la excelencia moral es resultado del hábito. Nos volvemos justos realizando actos de justicia; valientes, realizando actos de valentía». A su sabiduría, libre de toda mácula partidista o adscripción podemita, se le pueden sumar las de otros jueces que consideran tibia la sentencia que da valor a los no le consta, no sabe y no recuerda de la Infanta Cristina (la señora Mato ya tiene allanado su purgatorio), y que en relación entre la pena solicitada (19 años) y la acordada (6) su desenlace tiene toda la pinta de una condena benigna con una cabeza de turco rubio que contente al vulgo. O sea un esperable pacto de imagen.

Ser un paladín de la ley no es un tajo fácil. Demanda vocación por el oficio, forja de conocimiento, auto exigencia ética, equilibrio entre conciencia y sensibilidad, e independencia para interpretar la ley. Así es en muchos casos que conozco personal o profesionalmente. Lo que no quita que se eche en falta en muchos otros en los que quienes trabajan, o la han hecho, dentro de su sistema, certifican la tesis doctoral de Francisco Gutiérrez, magistrado de la Audiencia provincial de Sevilla, en la que señala la lentitud e ineficacia de la justicia. Cum laude al que añadir el dato, según un estudio de la UE de 2015, de que España ocupa el puesto 25 de 28 países en percepción ciudadana sobre la independencia judicial.

La justicia es un cuchillo de doble hoja. Siempre corta por el lado del demandante y por la piel del demandado. Ninguno se libra de la fría caricia de su afilado dictamen. Es difícil encontrar sentencias que contenten por igual a todos. Pero con la que tenemos en debate, podríamos preguntarnos: ¿ha tenido la fiscalía distintas varas de medir?, ¿se han limado agravantes de los delitos para consensuar una sentencia? Y sobre todo ¿por qué gente acusada de robar o estafar cantidades desorbitadas de dinero, aprovechando sus privilegios, siguen ocupando cargos importantes o son castigados con menos penas que otros ciudadanos «normales»? No está de más recordar, en este amnésico país, la incógnita de qué hubo detrás de la expulsión del juez Elpidio Silva por encarcelar a Miguel Blesa -en libertad al igual que Rodrigo Rato, a pesar de su festín con Bankia- o sobre cómo queda la reputación del juez José Castro instructor del Nóos con esta sentencia. ¿De verdad tenemos que creernos que su trabajo sólo se basó en conjeturas y suposiciones, como parece confirmar la sentencia? No olvidemos que ya en 2014 la segunda asociación judicial del país Francisco de Vitoria tachó de intolerables «las acusaciones veladas de prevaricación que destilaba el escrito del Ministerio Público», además de criticar el silencio del CGPJ.

Las resacas siempre son molestas, aunque la experiencia me dicta que ésta no durará demasiado. Aún así, en este domingo de carnaval reflexiono en voz alta con lo que dijo hace poco tiempo el magistrado del Supremo, Joaquín Giménez, en una excelente entrevista: «un juez puede volar a ras del suelo o a la altura del cóndor». La metáfora es maravillosa. Igual que aquella inolvidable lección de Charles Laugthon a sus alumnos, que me ha recordado mi amiga Marga de La Iglesia, en la película Esta es mi tierra de Jean Renoir sobre los primeros artículos de la Declaración de los derechos del Hombre acerca de la igualdad, de libertad y de la ley.

Menos mal que nos queda el buen cine y la buena literatura para hacernos soñar esperanzas rebeldes y no aceptar ruedas de molino, porque en la realidad está claro que nóos somos iguales; por mucho que el señor Roca nos quiera hacer levitar.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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