En Málaga he tenido la suerte de conocer a escritores muy valiosos. Y cuando digo conocer me refiero a tratarlos personalmente, mucho más allá del protocolo. De puertas para adentro, en sus casas, tomando café, cerveza, vino, agua o lo que encarte. Vaya, que son amigos. El primero en aparecer fue el ínclito Romain Puértolas, novelista y superventas mundial. Un vivo ejemplo de que pueden aglutinarse ambas cosas en una misma persona. Coincidir con Romain siempre es entrañable y divertido, pero también puede ser peligroso. Hay que tener mucho cuidado y precaución con él. Cuando quedo con Romain, o sé que voy a verlo, prefiero llevar el pasaporte encima. Es recomendable. Si no te das cuenta y te dejas llevar, puedes acabar subido en un globo a cielo descubierto, o a lomos de un elefante, y divisando en el horizonte los umbrales de cualquier país desconocido. Poco después se dejó ver entre bambalinas, como salido de una novela de Chandler y oliendo a jazz, el impecable José Antonio Sau, a quien la ciudad de Málaga ya le va debiendo algo por la insuperable crónica que, a modo de personaje secundario, va retratando sobre la ciudad en todos y cada uno de sus libros de cuentos. Y recientemente, en torno a la poesía, he tenido la suerte de conectar y trabar amistad con Manuel Salinas, poeta granadino afincado en Málaga y que, precisamente hoy, presentará en el Ateneo su último libro de poemas, Y portuguesa el alma. El acto fluirá con la presencia del autor y de la mano de poetas de la trayectoria de Antonio Carvajal y Sara Pujol Russel, así como del escritor Salvador Perán. Manuel Salinas, como ya les he dicho, es un pedazo de bondad granadina perfectamente aclimatado y adaptado a la Costa del Sol. Recuerdo el primer café que nos tomamos juntos en una terraza de la plaza de la Merced. Allí me di cuenta de que Manuel habla siempre con prudencia, tiene la voz suave y mucho temple. Su mayor grandeza, a mi juicio, la constituye el hecho de que ha vivido experiencias más que suficientes para poder llegar a distinguir lo importante de lo superfluo. Y eso, irremediablemente, se refleja no sólo en sus costumbres, en sus maneras y en su trato, sino también en una poesía que fluye como reflejo de sus días, con sencillez y autenticidad. Manuel trabaja de cara al mar, en una esquina de su salón desde la que, a lo lejos, se divisa el puerto de Málaga. El resto del paisaje, a golpe de horizonte, es todo azul, ya sea cielo o agua. Y es tanta la coherencia y la conexión que existe entre su vida, su pensamiento y sus escritos que es fácil que, mientras estás tomando café con él, hablando de cualquier asunto, te responda con uno de sus versos. Y ello porque ahí, en sus estrofas, es donde él atesora sus respuestas, su lógica, sus emociones y su manera de pensar y de vivir. Salinas es un hombre generoso que sabe dar valía a su obra pero que, por encima de todo, superpone a la suya el valor de la de sus amigos. Una mañana reciente, desayunando con él en La Cueva de la Alcazabilla, me hablaba del trasfondo de su último libro y ensalzaba, al mismo tiempo, tanto el prólogo como el cuadro de portada que lo amparaban, creaciones ambas y respectivamente de sus amigas y compañeras Sara Pujol Russel y María Teresa Martin-Vivaldi. Allí, entre café y café, me di cuenta de que Salinas consigue en sus obras lo que su persona en la vida de a pie: Verse escoltado no sólo por sus amistades sino por el arte que, de manera incondicional y merecida, éstas le ceden como ofrenda y estandarte de sus versos. Porque para Salinas, la bondad de la vida es lo primero y sus amigos lo saben así. Y es esa vida, ajena a la escalera política, la que nos hace llegar de manera limpia y diáfana a través de sus versos.Un libro así se venderá bien, Manuel, le dije yo cuando terminábamos de desayunar. Él apuró su café antes de contestar y recoger de la percha su sombrero negro. «Niño, que se venda es lo de menos», me contestó.