Un grupo de psiquiatras y psicólogos estadounidenses se ha creído en el deber de romper su tradición de no enjuiciar los perfiles psíquicos de figuras públicas. Lo ha hecho para alertar al mundo de lo que el mundo ya intuía. Que cuando a Trump le llevan la contraria monta en cólera y convierte al opositor en enemigo. En su ciego galope de ejecutivo ególatra, aunque quebrado y a merced de la finanza, Trump se ha ganado a pulso dos enemigos cuyo fuego cruzado le puede ser fatal: la prensa y los espías. El vasto pulpo de la inteligencia estadounidense lo tiene escaneado a la micra y, ahora, está soltando píldoras envenenadas que la prensa reproduce encantada. Es su deber, por otra parte. Si además de consagrarlos a agarrar entrepiernas femeninas Trump hubiese empleado sus dedos en pasar alguna vez las páginas de algunos libros, estaría al tanto del mayor temor que han tenido sus predecesores en la Casa Blanca: que una conspiración de espías ofendidos se instale bajo su sillón y, zas, le reviente la entrepierna.