Se ha muerto Pablo Ráez y, con él se ha muerto una pequeña parte de todos nosotros. De todos aquellos que un día nos creímos invencibles y que pensamos que

vivir deprisa era disfrutar en plenitud de nuestra existencia. Nos ha enseñado a ir más despacio, a retomar el placer de las pequeñas cosas. A reparar en lo importante y a no dejarnos caer por lo superfluo. A vivir, en definitiva.

Se ha muerto Pablo Ráez que, aunque sabía poner la mejor sonrisa contra su enfermedad, nos ha ayudado a reparar en que la cura contra el cáncer no sólo requiere de actitud, sino que también de meses, e incluso años, de laboratorio, de horas de cirugía, de tratamientos interminables, de muchas lágrimas y miedos conjugados con incertidumbre. Nos ha enseñado a pararnos, a frenar en seco y a cuestionarnos el qué, el cómo, el dónde y, lo más importante: el con quién.

Se ha muerto Pablo Ráez pero en sólo seis meses nos ha enseñado más de lo que muchos aprendimos en años. Nos ha guiado para ser solidarios. Sólo con sus publicaciones en las redes sociales ha conseguido multiplicar por 1.300 las donaciones de médula ósea, haciendo un favor a quiénes padecen leucemia y a quiénes la padecerán.

Se ha muerto Pablo Ráez y nos ha mostrado que la vida es tan bella como dura, tan justa como injusta, tan gratificante como dolorosa. Sus mensajes de ánimo, sus retos para conseguir más donantes para el resto de pacientes del mundo que necesitan un trasplante han servido de acicate a muchos que necesitaban ese empujón, pero también para informar a aquellos que nunca se lo habían planteado. Ha sido tan didáctico como revolucionario, convirtiéndose en un predicador 2.0.

Se ha muerto Pablo Ráez, que con sólo 20 años consiguió eliminar los miedos y prejuicios de aquellos que pensaron que donar médula era peligroso, que nos demostró que ser solidario es una prioridad vital de aquellos a quienes nos sonríen los días, porque estos no siempren dibujan la curva hacia arriba. «La muerte no es triste, lo triste es no saber vivir», nos dijo unos meses antes de marchar, sintiendo quizás que su final estaba cerca, pero exprimiendo cada instante de su corta pero intensa vida, esa en la que ha conseguido lo que muchos no hubiéramos logrado ni en cien años.

Se ha muerto Pablo Ráez pero permanecerá. Seguirá su ejemplo, su constancia, seguirá el símbolo del joven deportista que se enfrentó con todos sus recursos a una enfermedad difícil, pero no imposible, y que quiso, además, ser la guía para que la lucha contra esta sea común y podamos plantarle cara.

Se ha muerto Pablo Ráez, que ha sido capaz de poner de acuerdo a todos y que ha logrado, con su campaña, que se destinaran más medios y personal para la donación de médula ósea, convirtiéndose en un referente y en una necesidad. Por eso, no sólo una calle en Marbella debería llevar su nombre, sino que también el Centro Regional de Transfusión Sanguínea, aquel que alberga el de donación de médula y cuyas estadísticas se dispararon desde que en agosto nos dijo que nos quería contar una historia, la suya.

Se ha muerto Pablo Ráez y debemos comprometernos con él. Que las cifras de candidatos a donantes no sólo no se reduzcan, sino que continúen multiplicándose. Que después de Pablo vayamos más allá de su #siemprefuerte o de su #retounmillón, que instituciones e empresas gratifiquen a los donantes de sangre, médula y plasma, que ser donante de órganos sea obligatorio. Que el legado de Pablo Ráez trascienda de los años 2016 y 2017 y que nuestra memoria nos obligue a recordarle como un ser excepcional al que copiar.