El PP prefiere obviarlo. Otros, criticar los inconvenientes. La realidad es que España ha sufrido en los últimos años una fuerte devaluación interna. La pérdida de competitividad, que destruía empleos a gran velocidad, ya no podía afrontarse como antes, devaluando. Estamos en el euro, no hay peseta y recuperar competitividad exigía una devaluación interna, algo más largo, duro y con menos precedentes.

Cuando Miguel Boyer a finales de 1982 devaluó la peseta en un 8%, al día siguiente todos los salarios, rentas y activos del país habían perdido ante el mundo un 8% de su valor. Pero la rebaja fue instantánea e igual para todos. Un golpe seco y uniforme que generaba lamentos pero que se digería con aquello de «mal de muchos€» y porque no era una macabra novedad.

Una devaluación interna es más honda y dolorosa. Para que un comité de empresa acepte disminuir salarios tienen que pintar bastos. Y no hay profesional, ni restaurante, que rebaje tarifas si no teme perder clientela. Ni nadie vende un piso contento bajando el precio.

Y eso ha pasado en España. Con sufrimiento, desorden, mucha amargura social y bastante voto de protesta, pero con poca conflictividad. No con aceptación, sí con contenida protesta y resignación cristiana€ o laica. Y la medicina ha funcionado. Hoy los productos españoles son más competitivos, la economía vuelve a crecer y se crea empleo. No con los salarios de antes pues hemos devaluado.

Pero este proceso sólo ha sido posible porque los vientos exteriores -petróleo barato, tipos de interés mínimos y euro débil- han ayudado. El IPC caía mientras los salarios se ajustaban, lo que hacía la cosa más digerible. La inflación ha sido mínima desde el 2009 y negativa en el 2014, 2015 y 2016. Y como la caída en otros países ha sido menor, el diferencial de inflación ha jugado a nuestro favor y hemos ganado competitividad. Pero ahora los vientos exteriores (petróleo al alza) y la recuperación del consumo (lógica por la creación de empleo) cambian la ecuación. Hace un año los precios bajaban y el IPC era negativo (-0,8%). Pero desde septiembre tenemos IPC positivo. Y preocupante en enero y febrero, cuando hemos alcanzado el 3%.

El peligro está ahí. Si la inflación se dispara, también lo harán las reivindicaciones salariales y el precario equilibrio social puede naufragar. La conflictividad -frenada por el miedo en los momentos duros- sube cuando la recuperación parece consolidada. Felipe González lo sufrió con la huelga general de diciembre de 1988. Y si para evitar conflictos los salarios suben más que la productividad, volveremos a perder competitividad.

Más preocupante incluso que la subida del IPC (ha saltado en un año del -0,8% al 3%) es que los precios en España suben ahora con mayor rapidez que en la zona euro. El diferencial de inflación que era negativo (o sea, bueno para España) ha pasado a ser positivo y ha empeorado 1,6 puntos respecto a la media del año pasado.

Si la inflación se descontrola puede romperse el precario equilibrio social y podemos perder la competitividad recuperada. ¿Alarma? Todavía no porque la subida de la inflación se debe a la energía y a los alimentos frescos y no afecta todavía a la inflación subyacente que está en el 1,1%.

Pero los salarios se pelean con el IPC, no con la inflación subyacente. Sí, los expertos creen que el IPC bajará a partir de mayo, pero la repetición de febrero preocupa por si marca tendencia. Los economistas de Funcas prevén para este año una inflación del 2,4% que podría llegar -si el petróleo sube más- al 2,7%.

Todavía no debe sonar la alarma pero sí imperar la vigilancia porque España es más proclive a este trastorno que otros países.