Una conferencia impartida en la universidad de la Baja California con motivo del sexagésimo aniversario de su creación me ha permitido viajar hasta Mexicali, la capital del Estado. El trayecto en avión desde el Distrito Federal, que ha cambiado su nombre por el más humano pero menos preciso de Ciudad de México, dura más de tres horas volando sobre desiertos, eriales, tierras yermas y montañas horras de vegetación. Quienes sostienen todavía que el cambio climático es asunto de hippies ociosos deberían darse una vuelta por el paisaje que va desde el desierto del Colorado al de Sonora.

El panorama árido anticipa lo que te espera a la llegada a Mexicali, allí donde hubo en tiempos campos gigantescos de cultivo de algodón y hoy apenas se ve otra cosa que arbustos resecos y cactus. Sucede que el uso agrícola del valle entero de Mexicali depende del agua del río Colorado, lo que queda de él tras atravesar siete Estados del vecino del Norte y adentrarse en la Baja California para desembocar en el mar de Cortés. Los dos mil quinientos kilómetros de trayecto del río transcurren por lugares tan espléndidos como el Gran Cañón pero, alcanzando la frontera, sus aguas resultan tan escasas y está tan sucias que apenas sirven para regar valle alguno.

Como siempre sucede, las cosas pueden ir a peor. El tratado que firmaron los Estados Unidos y México en el año 1944 pactando que llegue el agua del río Colorado a este último país tiene su plazo de vencimiento cerca y, si hasta ahora se había renovado sin problemas, casi de forma automática, la llegada del nuevo gabinete a la Casa Blanca hace que salten las alarmas.

¿De qué vivirá la Baja California si el agua desaparece? Puede que el turismo sostenga la costa de la península larguísima pero todo el interior languidecerá. Las maquiladoras que sustituyeron a los algodonales proporcionando mano de obra, una mano de obra que trabaja con sueldos diez veces por debajo de los de los obreros peor pagados de los Estados Unidos, forman un eslabón menor pero esencial en la fabricación de los artículos que luego el gigante gringo exporta. Aún así, se habla de cerrarlas.

El temor llega de la mano de Trump, quien amenaza con imponer tasas absurdas a los productos montados en México para recuperar el empleo en los Estados Unidos.

Creer que el trabajo de las maquiladoras de Mexicali querrán hacerlo los obreros al norte de la frontera es una utopía ridícula. Pero por si alguien tiene la menor duda acerca de lo que puede suceder en un futuro muy próximo, el pueblo estadounidense de Calexico -nombre compuesto a partir de los de California y México- sirve de ejemplo. Está pegado a Mexicali pero, para evitar que alguien quiera saltarse los controles de la frontera, un muro separa los dos mundos contrapuestos. Ya existe. No tiene por qué ponerse a construirlo Donald Trump.