Se le va quedando un carisma reducido. Algo, en su género, bastante peleón y desmedrado, cogido por el ripio a alfilerazo limpio, como la fama de los chiquillos rumberos que van a cantar a las ferias de barrio y son aclamados porque vienen de fuera y porque es gratis. Susana Díaz se jugó la vida y la carrera a la carta del carisma. Y ahora resulta que le ha pasado por encima hasta Pedro Sánchez. Las últimas encuestas lo revelan: el Despeñaperros se le ha hecho orgánico y le ha restado lo que nunca tuvo, que es el favor de la militancia. Muchas fotos, muchos abrazos tendrá que repartir la presidenta para convertir al PSOE en uno de sus conocidos y exitosos remedos del plató de María Teresa Campos. De momento el asunto no le da. Y ya está Pedro Sánchez sin nada que perder y fuera de la mortaja. A Susana Díaz se le olvida que para conectar con el pueblo no basta con que su partido fuera fundado en un bar de croquetas; de vez en cuando se necesita alguna idea. Y, sobre todo, un currículum blanco y sin intrigas, que en esta vida todo percute y repercute y sólo Rajoy puede hacer lo que quiera sin riesgo alguno de perder votos. Susana, está claro, no es inmune. Especialmente, por la naturaleza de su ascensión, que siempre tuvo menos de brío estadístico que de gracejo retórico. El susanismo no es legión. No lo fue nunca a nivel electoral, donde sus gobiernos necesitaron de todo tipo de ungüentos y aritmética al límite para encajar con otras fuerzas; pasó con Ciudadanos, pero también con IU, a la que dejó en la estacada y sin agradecer siquiera que le desatascara la gestión durante varios años. No sabemos qué estrategia seguirá la lideresa para tratar de seducir a los votantes, acaso prometerles también a ellos el trampantojo de las 35 horas, el mismo que está provocando que se cierren quirófanos por falta de personal en algunos hospitales. Un espectro recorre los pasillos y las sedes. Y la presidenta, como Rajoy, confía en el desagravio del tiempo y en la amnesia razonable -quién puede culpar a quién-de los españoles. Y más en concreto de los que integran la militancia de su partido, que amenaza con votar encolerizada y por compulsión, dejando claro que las decisiones se toman en las urnas y no en los comités puestos a dedo con los amigotes. Ya no es cuestión de antipatías. En un país tan polarizado a nivel político la presidenta incurrió en el único vicio que para un votante del PSOE es imperdonable: dar alas al PP. En este caso, con todos los complementos, incluida la vara de mando. La defensa del pacto a la alemana, de una gran coalición, no tiene tirón sociológico. Mucho tiene que mutar España, no sabemos si para bien, para que un votante socialista de los de la madre que la parió acabe creyendo en la satanización de Podemos y defiendo la alianza puntual con el partido de Cospedal y de Fernández Díaz. Por más que en lo ideológico, de cúpula para abajo, empieza a ser coherente, en la medida que todo en los socialistas puede devenir ya en potencialmente coherente, que tal es el vacío y la pájara que tienen, confundidos y varados en lo orgánico entre sus muchos dinosaurios y niños de papá de nueva estirpe. El PSOE va pidiendo ya otra fundación y otra croqueta, pero también España y el hombre. Una revolución con menos pan y tierra que estudios que consiga al fin darle cierto empaque y madurez a una democracia que en este país no sólo es imperfecta, sino también mal enunciada, en la práctica y en la teoría. Y, mientras Andalucía, sigue a su rollo. Que la cosa está muy mala. Con una presidenta que es a la región lo que los reyes modernos a las antiguas monarquías hemofílicas: puro reducto y decoración, sin ganas ni atención ni vigor ejecutivo.