Assange nos ha alertado esta semana del potencial distópico del presente. En la neolengua ya habíamos caído gracias a Trump y el Brexit, pero el software con el que la CIA supuestamente puede infiltrarse en nuestras vidas a través de las prótesis digitales (con las que compramos, nos entretenemos, y licuamos y degradamos, según tengamos el músculo, las relaciones humanas) es lo más próximo al Estado hipervigilante que Orwell describe en 1984.

El fundador e ideólogo de Wikileaks nos hace, así, un gran favor. Y además nos tranquiliza, porque en vez de seguir filtrando los detalles técnicos del programa de marras, anuncia que se los va a facilitar a los gigantes tecnológicos de Silicon Valley para que protejan sus productos (y de paso nos protejan).

Sorprende que esta vez el gran filtrador se haya vestido no de activista disruptivo, sino de guardián de la privacidad. ¿Sorprende? Quizá no, pues parece que ahora su objetivo no es denunciar los entresijos o las brutalidades del imperio, sino revelar una brecha de seguridad en su principal agencia de espionaje, y advertir que su descuido deja al alcance del mejor postor una versión concentrada del Ministerio de la Verdad.

Bien, ¿pero lo ha hecho gratis? Ésa es la gran pregunta, sobre todo cuando faltan tres semanas para la segunda vuelta de las elecciones en Ecuador (país en cuya embajada en Londres está refugiado desde 2012) y un triunfo del candidato liberal, Guillermo Lasso, puede ponerle de patitas en la calle, lo que se traduciría inmediatamente en su detención por Scotland Yard, su extradición a Suecia, donde se le reclama por un caso de abusos sexuales, y un probable vuelo transatlántico, antes o después, camino del país de Lincoln.

Cabe pensar, pues, que Assange actúa esta vez por motivos personales más que globales y que intenta congraciarse con la nueva administración estadounidense: la «incompetencia devastadora» de la CIA que denuncia no puede ser sino bien recibida por Trump, que el jueves, poco después de que el australiano se explicara, declaró que la agencia está «obsoleta».

Es sabido que el magnate quiere darle un buen meneo a la CIA (como al FBI y a la NSA) por haber certificado en solemne informe, en diciembre de 2016, que la injerencia rusa le benefició en las urnas, y no hay que olvidar que Wikileaks trabajó codo con codo con el Kremlin en esa operación (aunque Assange negara tal alianza y Trump, claro, le creyera).

Sin embargo (y esto ya es pura dialéctica), el refugiado diplomático australiano saca otro provecho de su movimiento al ponerse del lado de las poderosas empresas tecnológicas californianas, a las que el presidente de EE UU también se la tiene jurada por su oposición a los vetos migratorios.

Todo lo cual, en el fondo, no parece más que una pugna por ver quién hace antes realidad su distopía favorita. Si Trump y Bannon (polo autoritario: puro Orwell) o Zuckerberg (polo narcisista y virtualizante: Huxley): ese genio que ya tontea con optar algún día a la Casa Blanca, pero no nos deja volatilizarnos de la red cuando nos da la gana.