Antes de ponerme a escribir, como quien meditase, he estado un rato mirando al mar desde la ventana. Tengo la suerte de ver, sin siquiera tener que levantarme de la silla, un trocito pequeño, casi angosto, entre un edificio y una palmera, pero lo suficiente para encontrarme con él, para evaluar su humor y su color, para saludarnos como dos viejos compadres que tienen más de una batallita en común. Porque entre el mar y yo, creo haberlo dicho antes, hay más de un lazo. Los dos tenemos la misma sangre de jilguero, la misma memoria de espejo, la misma rebeldía contra el cielo.

Hoy, esta mañana, el mar está azul solo muy adentro, al fondo. Cerca de la orilla verdea. El levante, ese viento macho y marinero, lleva tres días alzando olas de varios metros y dejando un rastro de arena herida, porque el levante, cuando tiene hambre, se traga la playa a dentelladas verdes y frías, muy lorquianas.

También me parecieron siempre muy lorquianas las sardinas, que visten de azabache y plata como los toreros barrocos, exquisitez de dioses mediterráneos a las que un colectivo de Marbella quiere convertir en Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad cuando están espetadas.

Probablemente, a nadie se le haya ocurrido una manera mejor de comer sardinas que el espeto, esa seña de identidad tan malagueña y tan universal. El espeto aúna la mezcla perfecta de varios elementos naturales, de ahí su potencia. El espeto requiere fuego, arena, cañas, sardinas frescas y tradición, esa sabiduría de la supervivencia con casi nada que siempre ha tenido mi pueblo, esta gente criada en el rebalaje, nietos de fenicios capaces de construir milagros con elementos modestos y sencillos, hacer alta gastronomía con un pescado humilde pinchado en media caña.

Comerse un espeto no es solo un tipismo, es una conexión con lo remoto, con la raíz de ese difuso y cambiante espacio en el que los malagueños pasamos nuestra vida, esa versátil frontera entre el mar y la tierra que es nuestro espacio vital y que tanto marca nuestro carácter, nuestra esencia como pueblo, nuestra forma de ser tan cercana al concepto del oleaje, de la marea, del mañana será otro día. El espeto representa no solo una delicia culinaria, un modo sencillo y tremendamente eficaz de asar sardinas. El espeto es también el símbolo de una cultura, de una manera de vivir, de sobrellevar ese difícil y complicado trámite que es la vida, que siempre viene sin manual de instrucciones, sin un triste esquema de cómo desentrañarla, de cómo hincarle el diente, y que nosotros resolvemos sencillamente, pero con grandeza.