El haiku es una composición japonesa que en tres versos, con un total de diecisiete sílabas, pone a respirar el mundo. Alguien lo ha comparado con la fotografía por su capacidad para atrapar un instante dentro de una superficie minúscula, ese breve recuadro de papel que se necesita para guardar palabras e imágenes. El haiku tiene una filosofía y una historia detrás, las de su lugar de origen, que los occidentales no podemos trasplantar por más que nos esforcemos. En nuestro campos mentales, emocionales o eidéticos no arraigan bien frutos tan extraños. Y aunque eso es así, hay ya entre nosotros un número creciente de practicantes de esta centenaria estrofa humilde que, casi sin pretenderlo y sin darse importancia, regala tantos infinitos navegables.

Entre nosotros, quien se ha destacado en este empeño por encima de la mayoría ha sido la valenciana Susana Benet, que tiene en su haber hasta la fecha un buen puñado de libros enteramente dedicados al haiku que fueron recogidos hace poco en "La enredadera", publicado por la andaluza editorial Renacimiento. En él caben tantos tonos e historias como las que ofrece la vida cotidiana a cualquiera que tenga un mínimo de sensibilidad y tiempo (tiempo fuera del tiempo, se entiende, tiempo para sentir lo que hay y lo que es desde su mismo centro incandescente). Hay poemas de amor: "Trénzame el pelo./ Que sienta los tirones/ de tu cariño". Hay poemas con niños que son alzados del suelo por su cometa, que se impulsan hacia las estrellas desde un columpio o que juegan a enterrar a su padre en la playa. Hay poemas con chicharras, con hojas y ramas, con plumas, con moscardones. Hay este conmovedor poema dedicado a una anciana, quizás a la que protagonizaba el haiku anterior vista muchos años después: «Se arregla el pelo/ con sus dedos artríticos./ Noche de invierno». Hay poemas que uno intuye autobiográficos como este: «Fría oficina./ Tras el cristal la vida/ pasa de largo». Hay poemas que parecen greguerías: «Los adosados,/ dentadura postiza/ de la montaña». Hay poemas donde el viento hace volar bolsas de plástico o mueve las aspas de un ventilador abandonado en la calle. Hay poemas con gorriones, con almendros, con geranios, con lluvia, con escarabajos, con algarrobos.

Escribir haikus es algo muy difícil que está a la altura de cualquiera. Los niños aprenden muy rápidamente a escribirlos, y en Japón es costumbre que lo hagan tanto en la casa como en los colegios (como mostró Vicente Haya, el gran estudioso y traductor de haikus en castellano, en un memorable libro editado por Vaso Roto hace pocos años). Por eso muchos de los mejores haikus que uno ha tenido la oportunidad de leer han sido producidos por no profesionales de la literatura. Porque suelen ser más espontáneos, más ingenuos en el mejor sentido y menos condicionados por los efectos retóricos o de sentido codificados de antemano por una determinada tradición. Y porque no buscan lectores, ese vicio de los que manchamos páginas blancas por obligación, sino enseñanzas de la naturaleza, del afuera o de las sorpresas que cada día nos reserva.

Susana Benet escribe, ella sí, como si fuera japonesa. Y como si fuera una niña libre en medio de tantos adultos encadenados a su edad. Y con la convicción de que, si no cabe en diecisiete sílabas, es que no merece la pena contarse. Deberíamos imitarla. Y no sólo porque toca día mundial de la poesía, sino porque un día sin poesía, por mínima que sea, no merece la pena.