Les reconozco que soy un firme partidario del derecho a hablar en general sobre casi todos los temas y sin necesidad de ser un experto. También es cierto, y así lo digo, que esa actitud te trae, de vez en cuando, malas respuestas por parte de eruditos sin educación que viven para enmendar la plana a los demás, incluso cuando estás opinando positivamente sobre ellos. Pero con eso ya se cuenta de oficio. Si uno no pudiera expresarse con libertad y en relación a casi todo lo que acontece, las conversaciones serían extremadamente planas: Temas a nivel de experto tratados entre expertos y con un montón de bocas cerradas alrededor. Para evitar esa horrorosa proliferación de comités de sabios en lo cotidiano, es por lo que considero necesario y sano que cada cual opine y se exprese, a su nivel, acerca de todo. Eso sí, siempre que el respeto, el sentido común y la no injerencia en el ámbito profesional ajeno sean los principios que envuelvan el contexto. Pero ya saben, vivimos en un país donde todos sabemos mucho de todo y, además, nos gusta expresarlo. Hasta el infinito. No es que se hable con más o menos prudencia de lo que no se conoce, es que se sienta cátedra. Así, por ejemplo, por ilustrar con algo estas afirmaciones, imagino que recordarán que, en los días negros en los que aconteció el llamado desastre del Prestige, media España se alzó con la categoría de ingeniero naval desde la comodidad del sofá de su casa. Todo el mundo sentenciaba sobre la conveniencia de traer, o no, el barco a puerto o acerca de si sellarlo, o no, de esta manera o de aquella. Y si no, piensen en los equipos de fútbol. Que sí, que tienen su médico y su fisioterapeuta de plantilla, pero que si es un psicólogo lo que un jugador llegara a necesitar, pues para eso está el entrenador o cualquier otro. Porque psicología tenemos todos y, aunque no se tenga la titulación, seguro que el referido ha estudiado en la tan concurrida universidad de la vida. Y como eso, todo. O casi todo. Revistan esta tendencia general, además, con ciertas dosis de gusto por el enfrentamiento directo y tendremos el cóctel explosivo que abordamos estos días en cada rincón de lo profesional. Padres y alumnos que cuestionan a profesores y que, si es necesario, incluso les miden la jeta con su galleta correspondiente, no precisamente de Artiach. O mejor aún, usuarios que le dan candela a su médico de cabecera porque éste no les receta lo que ellos estiman conveniente. Sí señor, con un par. Viva el vino. Así lo dijo hace unos días el presidente del Colegio de Médicos de Málaga al indicar que la cifra de insultos, amenazas y lesiones recibidas por los médicos malagueños se había triplicado en un año por motivos de este calibre, entre otros. Pero vaya, que si tiramos de anecdotario en el mundillo de la Administración de Justicia, el asunto también está como para hilar fino. Y es que, a pesar de lo que ustedes puedan pensar, es más habitual de lo deseable que el cliente judicial se presente en la oficina a interesarse por lo suyo con menos papeles y documentación que una liebre en campo abierto. Y así, de esa guisa, alguno asoma a preguntar acerca de información confidencial relativa a un asuntillo de un vecino suyo que no puede venir y que se llama Fulanito pero que el apellido no lo sabe, y referente a un tema que cree recordar que se tramitó allí pero que no está seguro y te pide que, si es posible, además, llames por favor al abogado para que te lo confirme a ti mientras te ofrece un papelajo infame con un teléfono garabateado a lápiz. Pues claro, uno, respirando hondo y con todo el dolor de su corazón, le tiene que decir que no. Y todo ello, por supuesto, sin dejar de pensar si ése será el día y la razón por la que se van a ir a dar de vientre sobre los muertos de uno, a ponerle una queja o, como les he dicho antes, a medirle la jeta o el lomo con una vara de mimbre.