La primavera, ya se sabe, la sangre altera. La sangre de la tierra, que empuja hacia arriba las flores y las abre de par en par como si las plantas fueran navajas multiusos que hubieran enloquecido. Y la sangre de las personas, que, al parecer (con estas cosas uno nunca sabe del todo si es leyenda urbana, antropología o esoterismo), se ponen desesperadas a buscar con quién practicar el conocimiento carnal (los más racionales), la coyunda gemebunda (los amigos de los animales) o la autobiografía manual frente a un espejo con vaho. Una alteración, en ambos casos, que atribuimos a esta estación del año sin darnos cuenta del agravio comparativo que le hacemos a las otras tres.

¿O es que el invierno, el otoño y el verano no alteran también? ¿Es que en esas épocas el paisaje no respira alguna clase de pasión (la sensualidad de la nieve y de la lluvia, del sol y de la playa, de la alfombra de hojas caídas y de las tonalidades exaltadas de troncos y ramas) y los seres humanos se abotonan unánimemente un invisible cinturón de castidad hasta que, finalizando el mes de marzo, regresen las golondrinas a anidar en los balcones de sus pechos, frentes, muslos, espaldas o manos otorgándoles, al hacerlo, permiso para el desenfreno gozoso? ¿Por qué la primavera se ha llevado, a lo largo de la historia, la palma de la expectativa erótica, del encendimiento carnal, de las celebraciones báquicas, del erizamiento epitelial espontáneo y, como consecuencia de todo eso, de la poesía cursi, de la cinematografía llorona, de la novela rijosilla y del periodismo violeta?

La primavera, al menos en los países pertenecientes a nuestro hemisferio, se lleva la fama de la lana que cardan otros. Es cierto que las flores destapan sus aromas embriagadores y que el personal comienza sentir cosquilleos en lugares no aptos para menores a los que va accediendo con más facilidad por el menor número de envoltorios que la nueva temperatura permite, pero ¿es para tanto? La primavera, de hecho, es menos agradecida que las otras estaciones en lo que al amor y demás familiares suyos se refiere, ya que usa estos sentimientos en beneficio de la consolidación de su clásica puesta en escena, no por el bien y el estremecimiento de los contrayentes. O expresado de otra manera: la primavera, sin escatimar trucos de hipnotizador o de mago, nos usa como comparsas para no perder un prestigio de siglos, nos mesmeriza para que sigamos al pie de la letra un guión que otros (ella misma o alguno de sus amanuenses) han escrito para nosotros.

Así que de nuevo ha llegado la primavera y ahora nos pondremos todos a bizquear como asnos ante dos montones idénticos de paja, a salivar sin control como chimpancés frente a un bote de golosinas, a desempolvar versos muy sentidos envueltos en pañuelos de encaje, a perseguir sombras como posesos, y a intentar atravesar muros como fantasmas que, además de haber perdido las llaves de su castillo interior, también se hubieran perdido el respeto a sí mismos. ¿Todos? Quizás un puñado de resistentes, entre los que está un servidor, se embosquen en los márgenes de tanta euforia para librarse de sus efluvios contaminantes y para propiciar, con rituales y salmos murmurados en voz baja, la fuerza incomparablemente más benéfica del invierno, del verano y del otoño, que no necesitan presumir de sus efectos efervescentes ni poner en marcha campañas publicitarias para dar de verdad lo que la primavera promete de mentira. Menos mal que sólo son tres meses.