Me gusta la televisión, el cine y las series. Desde pequeñito. Lo siento. Otros fuman. Si me ponen a prueba, cuando quieran se lo demuestro, soy capaz de tararearles con acierto cualquier sintonía de mi programación de juventud sin temor a equivocarme. No es que me considere un experto de esos que discuten sin sonrojo acerca de los avatares por los que campea el séptimo arte, pero tampoco me ha pasado inadvertido. Y claro, los años de pantalla que uno lleva a sus espaldas aportan mucho criterio comparativo, aunque sea a nivel de espectador. Porque al fin y al cabo, a estas edades donde uno le ha dado la vuelta al jamón de la vida, ya te has dado cuenta de sobra de que una de las grandes virtudes del verdadero conocimiento no es otra que la capacidad de matizar. Y de eso Málaga sabe. No es lo mismo un largo que una nube, por ejemplo. Como no es lo mismo hablar de Sandra Bullock que de Cate Blanchett. O de Meryl Streep. Por eso, a poco que uno se fije, es fácil darse cuenta de que el éxito que dimana de la correcta profesionalidad es diferente al que nace de la indubitada consagración como icono del género. Y por supuesto, después de ello, está el salto cualitativo, que no es otro que el estrellato y ese halo de embelesada eternidad al que todos llamamos glamour y que, una vez adquirido, imprime carácter de por vida. Un breve círculo, como breve es todo lo selecto, al que sólo acceden unos pocos y cuya criba está en manos de la historia y del tiempo, que todo lo coloca en su sitio. Y así, por estos genios, de conformidad con la iconografía y la tradición del celuloide hollywoodense, es por lo que trae justificación el uso de la alfombra roja y su simbología. No es que otros no la puedan pisar, es que sólo a aquellos les queda bien. Con lo cual, si no estás seguro, es mejor no meter ni la punta. Del zapato, quiero decir. No vaya a ser que te venga grande. O peor aún, que des el cante mientras te lo estás creyendo. Porque como ya sabrán, lo de la alfombra roja tiene reminiscencias solemnes que le vienen de antiguo. Su origen primigenio, como símbolo de reconocimiento y realeza, se remonta al Agamenón de Esquilo, que ya recorrió con honores dicho camino púrpura a su regreso de Troya. Pero como ya les he dicho antes, si la morena o el moreno no pisan con garbo, igual la moqueta roja se les atraganta. Hay que estar a la altura del glamour si se opta por exponerse porque, en caso contrario, es posible que uno se sienta fuera de lugar. O que los demás te sientan fuera de lugar, lo cual es aún peor. Miradas caídas y vergüenza ajena. Ya saben. Durante el festival de cine de Málaga, la ciudad se engalana. Da gusto vivirla y recorrerla. Disfrutarla vestida de domingo. No cabe duda alguna de que Málaga siempre saca lo mejor de sí en su papel de anfitriona. Se sobrepasa a sí misma. Se luce resultona y elegante, como los amarraditos de aquella canción que nos cantaba la Pradera. Pero claro, siempre hay algo que le chirría a este viejo quejumbroso y tan amante de la sospecha que vive dentro de mí. Algo que toma cuerpo y forma en los tufos de grandeza y suntuosidad que asumen para sí y a su mayor gloria ciertos sectores del gremio cinematográfico. Si la música, la literatura, la pintura o el deporte convocaran un encuentro festivo en el que se aglutinaran sus primeras espadas, difícilmente serían capaces de concentrar tanto grado de postureo y autobombo como el que genera el celuloide. Y no lo digo por sus estrellas, que sí, que las hay. Lo digo por los satélites que las rondan. Personajillos, ellos y ellas, que, sin pudor alguno y con aires de divinidad, posan frente al photocall mientras el respetable se pregunta si serán el secundario de tal o cual serie, una pareja del famoseo, presentadoras del tiempo o, simplemente, como decía Aute, pasaban por allí. A veces, ya les digo, bajo la vista. Me da vergüencilla. No lo puedo remediar. Ajena.