Afluye en cantinela blanda. Con eco periclitado de bajar a por agua a la fuente y hambre recia del prelandismo. Un envaramiento como de futbolín, ideal para los chatos y las fiestas patronales. Como si no hubiera bastante con las juras de bandera y con Bertín Osborne, el PP vuelve a poner la banderilla y a arrogarse la marca España, haciendo patria como para adentro, al estilo Susanita, reivindicando con orgullo los defectos y las taras ancestrales. Lo dice Rajoy las pocas veces que se le entiende. Y la estrategia se ha desbocado en las últimas semanas; con esto de la patria el PP sigue el modelo del cristiano fanfarrón y anchuroso, el de las monedas de cobre cayendo a mano alzada sobre el cepillo, por más que por aquí todo sea símbolo y estemos sin un céntimo. Lo de ser español parece que es una vez más cuestión de decirlo, del fuego fatuo del himno, la pulserita y la medalla. España es un país que como el Oriente para Oscar Wilde parece un estado de ánimo. Y la patria se defiende a la andaluza, con cánticos y verbenas, asimilando neciamente los tópicos, minimizando los problemas que deberían combatirse como si fueran mucho más que molinos, dada su condición objetivo de gigantes. El PP hace con su discurso mucho más que con los votos: se enseñorea del país, se aprovecha de los complejos de la izquierda. Hasta el punto de marcar de manera tautológica, por no decir machacona, la agenda de lo que significa ser español, que en su acepción resulta sociológicamente -y sobre todo, conceptualmente- muy pobre. El patriotismo mainstream de lo español -no parece existir otro- es muy de disparar al aire y coartadas folclóricas. Y no admite la disensión. Uno acude a oír hablar a la carcunda y se va a casa con la sensación de que suena casi punible y sospechoso no ser del Madrid ni irse de capea a la finca de Enrique Ponce. La síntesis es grotesca. Pero es lo que hay. Y más porque el españolismo vocinglero es, con todas las patologías heredadas del franquismo, un reflejo de la clase dominante, la de las rentas, que por estas tierras labriegas, siempre ha sido improductiva y ágrafa. En Boadilla del Monte recientemente se ha organizado una catetez mayúscula: un acto para que un grupo de civiles juren la bandera y se declaren dispuestos literalmente a morir por España. Me pregunto si realmente no hubiera sido más patriótico e infinitamente más útil evitar que el Ayuntamiento, que es quien la organiza, se dejarse llevar por la tentación de la corruptela y de la trama Gurtel. Es decir, por el escamoteo y el birlibirloque de la gestión del dinero público. No es la primera vez que ocurre. Patriotas de pacotilla repartiendo carnés de españolidad, sentando cátedra frente a la periferia, y luego masacrando precisamente lo que es el país, que son los recursos, el patrimonio de todos. Ceremonias cursis para defender lo español hay muchas y muy descerebradas: incluidos los goles de Ramos. Pero por desgracia pocas veces asistimos al milagro de ver a los que se creen hijos del Cid y herederos naturales de los símbolos en cosas más mundanas como protestar para que no se dilapiden los monumentos, la historia o lo poco que queda del paisaje. Con un país extenuado, condenado a vagar durante las próximas décadas en su papel de pillo oficial y de fámulo de Europa, quizá la defensa de España tendría que empezar con la crítica, con la ruptura de la autocomplacencia faltona que parece ensimismar al PP en España, al más puro estilo del PSOE andaluz. Mal hacen de nuevos los populares en levantar muros invisibles; aunque no les guste, España también son otras cosas. Incluso la exigencia de una gestión responsable, el cuidado de la cultura y la indolencia sentimental hacia la romería de las banderas y demás feriantes.