De un tiempo a esta parte parece haberse desatado una feroz campaña contra los impuestos, no señalando solo lo obvio, qué parte de nuestros ingresos se nos detrae, sino apuntando, como en una música de fondo que son el Gobierno (o «El Estado» que suena más a ente sin entrañas) y los políticos los que se quedan con nuestro dinero, así sin más, como si esos devengos no volviesen a la sociedad, es decir, a nosotros mismos.

Digámoslo con claridad: todo impuesto es, por principio, un expolio: al ciudadano se le lleva una parte del fruto de su trabajo. Enunciémoslo de forma más matizada, con las palabras de Calvin Coolidge, aquel presidente estadounidense: «La colecta de cualquier impuesto que no sea absolutamente necesario es sólo una especie de latrocinio generalizado». Pues ¿por qué ha de pagar, por ejemplo, el ciudadano los voladores o las orquestas de la fiesta de su pueblo? ¿O la subvención a un equipo de fútbol?

Ahora bien, en las cuentas que en artículos, vídeos y tertulias se están echando sobre el despojo de nuestras rentas por parte de la voraz máquina del Estado (donde hay que incluir los ayuntamientos y las comunidades) nunca se habla de lo que el recaudador devuelve, es decir, de lo que recibimos gratis cuando lo utilizamos, de lo que tenemos a nuestra disposición para uso, disfrute o, simplemente, para que podamos vivir en un ambiente aseado. Pensiones, sanidad y paro suelen ser las tres grandes partidas donde se visualiza adónde va el esfuerzo tributario de los ciudadanos. Pero tenemos también a nuestra disposición una ingente cantidad de bienes y servicios: desde la recogida de basura (y su tratamiento) a la limpieza de las calles y al alcantarillado; desde el cuidado de los parques y las playas a la atención de los cementerios. Y, por supuesto, una red de infraestructuras de las mejores del mundo. La lista podría continuar, pero es innecesario. Todo eso son nuestros impuestos.

Lo curioso de ese argumento contra el Estado insaciable es que quienes lo usan no dudan a continuación en exigir más gastos sociales, más autopistas, más cobertura del desempleo, más inversión en educación o sanidad. Olvidando que cualquier gasto requiere una previa recaudación o, en otras palabras, que ñeros y páxaros nun pue ser.

Para cohonestar justicia, equidad y eficacia en materia impositiva es necesario huir de la voracidad impositiva, y, al mismo tiempo, hacer que todos paguen, que no haya fraude fiscal, y despojar a todas las administraciones de todo gasto innecesario, superfluo o redundante.

De otra manera dicho, benditos los impuestos, que permiten atender tanto y a tantos, hacer nuestra sociedad más vivible para la mayoría; mas siempre que guíen la legislación impositiva las palabras arriba citadas de Calvin Coolidge: «La colecta de cualquier impuesto que no sea absolutamente necesario es sólo una especie de latrocinio generalizado».