¿Tenemos algo para tirar por ahí?» No sé cómo contar esto. Nos vamos haciendo peores, supongo. Ese proceso de normalizarlo todo por el mero hecho de que ocurra nos está convirtiendo en quienes no queríamos ser. Ese señor que me dirigió la pregunta delante del cubo de basura en el que estaba rebuscando con sus propias manos y la ayuda de un palo, al verme llegar con mis bolsas de residuos de distinto destino, me dejó tan absorto que le dije: «eh, sí, tome», como si me estuviera dirigiendo al conserje de un hotel o al solícito portero de un edificio de esos que están habitados por vecinos de cierto abolengo.

No hago más que repetir en mi cabeza la secuencia de cómo, al verme llegar, interrumpió con decisión y de manera tan impecable su repugnante tarea. Con una profesionalidad tan exquisita y displicente como surrealista, ese señor sujetó con la mano con la que sostenía el palo la tapa del contenedor gris mientras pisaba el pedal metálico que lo abre, entonces me ofreció la otra mano libre como si me fuera a ayudar a subir un escalón. Como yo no terminaba de adelantarle la bolsa de basura orgánica, la agarró de mi mano con la sonrisa puesta, y la lanzó dentro del contenedor que mantenía abierto con la precisión de un anotador del Unicaja Málaga de baloncesto, como si en eso consistiera su trabajo y llevara haciéndolo toda su vida.

Una vez tirada mi basura, quitó el pie del pedal y con singular agilidad mantuvo la tapa del contenedor gris levantada, sujetándola con el palo como si fuera la mandíbula de un viejo cocodrilo desdentado. Luego esperó, sin dejar de sonreírme, a que yo me diera la vuelta para continuar rebuscando con dignísima indignidad algo que le pudiera resultar aprovechable. Fue todo tan rápido y ese señor actuó con tal determinación y desenvoltura que no me paré a pensar la suciedad a la que se enfrentaba, supongo que por lo reiterado de su situación, ya sin precaución alguna. Ni siquiera me dolió mirar cómo introducía en el contenedor la cabeza, la misma que había mantenido tan erguida al dirigirse a mí, ni cómo debía respirar inevitablemente el hedor y los presuntos gases de la fermentación o de cierta podredumbre mientras removía en la basura.

Mientras volvía a mi casa se apoderó de mí la certeza de que si estuviera en mi mano contrataría sin dudarlo a ese señor para algo. Su espontánea respuesta de superviviente con clase, aun hundido en la miseria, me hizo sentirme seguro a la hora de poner en sus manos la resolución de algún problema. Yo no sé cómo ha llegado a esa situación en la que andan tantos y tantos podemos andar. Pero sé que parte del desprecio o invisibilidad que padecen quienes malviven como él radica en que no creamos que también nos podría pasar algo que terminara con nosotros en la basura; en que creamos que esas personas son así no que están así; y en que pensamos que eso sólo les pasa a los demás. A pesar de que, como no me canso de repetir, nosotros somos los demás para los otros.