La vida se escurre por las grietas. Casi sin darnos cuenta, un año sucede a otro año, un mes a otro mes, un día a otro día, una hora a otra hora, un minuto a otro minuto. Así hasta ese último segundo definitivo que nos cogerá a todos con cara de sorpresa. Como si no lo esperáramos. Como si no formara parte del pacto. Como si no hubiéramos sido advertidos un millón de veces. La vida se derrama, la vamos derramando: agua que nos sobra o que resbala, como lluvia fina, por nuestros hombros sin apenas sentirla. Agua desdeñada que, por eso mismo, busca un lugar (yéndose en espiral por los desagües, evaporándose, dibujando nubes en el cielo, reuniéndose con sus hermanas para formar ríos o mares) donde se la valore.

Agua triste la vida de que nosotros, los vivos, no la tengamos en cuenta más que en los momentos definitivos. Cuando toca fallecer o ver fallecer. Cuando la enfermedad nos detiene con brusquedad en una cama. Cuando se quiebran por la mitad, como ramas en manos de un ogro colérico, nuestros sentimientos o convicciones más graves. La vida escurridiza que no hemos aprendido a represar (para que no se escape hacia el afuera de nuestra conciencia) ni a disfrutar (ocupados como solemos en naderías) por desidia, ignorancia o miedo, por seguir falsos señuelos, por estupidez. La vida que pasa sin que nos pase nada sino perderla a manos llenas. La vida, que se nos presenta con una gran bandeja repleta de los suculentos manjares del tiempo (la inteligencia, las emociones, las historias de la subjetividad, la cultura, los viajes) que, descuidados y brutos como somos, tiramos al suelo y pisoteamos y, cuando acaba la fiesta, arrojamos a la basura.

La vida, esa bebida que promete eternidades (el néctar de los dioses, la ambrosía de la inmortalidad, el soma del ultramundo), relegada en beneficio de edulcorados y nocivos refrescos, de todo eso que, nos lo vendan como nos lo vendan, provoca más sed de la que calma. La vida, que debería ser nuestra mayor preocupación porque es el contenedor de nuestro destino, el lugar donde se destilan nuestros sueños, pasando ante nuestros ojos cegados para lo mejor, y que por eso no la ven sino, quizás, cuando es demasiado tarde.

La vida, nuestra vida. ¿Qué hacemos para merecerla? ¿Qué hacemos para aprovecharla hacia lo alto y lo ancho, hacia el interior donde mora el espíritu y hacia el mundo donde éste se despliega, hacia los demás y hacia nuestro mejor yo, hacia la luz del sol y las profundidades de la tierra? La vida, ¿es, de hecho, nuestra vida de verdad o la hemos vendido, en tantas ocasiones sin percatarnos, a precio de saldo a los mercaderes de almas, a los subastadores de palabras, a los ropavejeros del pensamiento, a los ladrones de experiencias? ¿Es que todavía hay alguien que se pare a repasar con la yema de sus dedos (y con las yemas de su corazón) la piel de sus minutos, de sus horas, de sus días, de sus meses, de sus años? ¿Es que nos acordamos lo suficiente de en dónde acabará esa caravana de segundos o camellos cargados de regalos que no sabemos usar, de regalos que nos hemos olvidado que tenemos a nuestra disposición? ¿Es que sólo la inminencia de la muerte o o el mazazo de una enfermedad, como ya se ha dicho, nos abrirá esos ojos clausurados para lo mejor? La vida pasa. Es nuestra. Es única, es irrepetible. ¿Por qué la perdemos así?