Vivimos con miedo. Tenemos miedo a que haya un atentando en nuestra ciudad. Tenemos miedo a que nos lleve por delante una avalancha humana. Tenemos miedo a torcernos un tobillo al pisar mal en la calle. Tenemos miedo a resbalarnos con el líquido de la cera. Tenemos miedo de doblar esa esquina oscura y que nos levanten el peluco a punta de navaja. Tenemos miedo a mirar la cuenta del banco. Tenemos miedo a que nuestro jefe nos mande al carajo porque «las cosas están mu´ malas». Tenemos miedo a salir a la calle con según qué pintas, a ver qué piensa el vecino solterón del tercero.

Tenemos miedo a pedir un café en el bar de Manolo porque ponen la leche muy caliente. Tenemos miedo a que se nos quede el móvil sin batería. Tenemos miedo a no llegar a tiempo a presentar la Renta. Tenemos miedo a abrir el congelador y ver que lo tenemos pelado. Tenemos miedo a abrir Whatsapp para que no nos vean conectados. Tenemos miedo a llamar a la tía de Huelva para que no nos tenga una hora al teléfono. Tenemos miedo a comernos el yogur caducado de hace unos días. Tenemos miedo.

Tenemos tantos miedos latentes en nuestro día a día que rara vez actuamos sin él. Lidiar con él, con todas esas situaciones (desde la más ridícula hasta la más grave) está en cada uno. Pedir que la gente actúe como una sola persona cabal y cuerda es imposible. Las opiniones leídas a raíz del incidente del Lunes Santo nos dejan claro que a toro pasado siempre hay sangre fría. Entre tantos miedos, sólo nos queda quedarnos en casa y dejarnos vencer. Aunque pensándolo bien, el techo de casa tiene una grieta un poco sospechosa?