Forastero o fantasma. Desde la esquina de los visillos una sombra te interroga. Sigilosa, casi invisible, como si no existiese, la mirada de la que se advierte su recelo y su roce cuando se regresa a un pueblo de la infancia o se inaugura un entorno de hermosa tristeza salvaje.

Calles, casas, piedras, naturalezas muertas de un bodegón de tiempo en blanco. Si se afina el oído se escucha el rastro de la culebra del silencio, el idilio de la brisa con la noche, el temblor de un fuego en cenizas dormido, la lluvia que se ausenta, se descuida y vuelve, la niebla que todo lo encubre borroso y lo reinventa. Qué maravillosos esos lugares en mansedumbre y con memoria sin cerradura, en los que reencontrase con los juegos que presagiaron un destino o donde imaginar la voz de una campana, el roce de los besos encomendándose al amor o al deseo, el aroma a fuego lento en la cocina y las figuras de los habitantes emprendiendo su lucha y su costumbre. Quién no conoce una de estas escenografías de recuerdos secos y con la vida convertida en una bella durmiente, con el nombre en óxido y olvido en madreselva. Pueblos que son una habitación sin nadie pero en los que siempre se escucha un murmullo de agua camuflada en verdes, un rumor de sombra espectador dentro y fuera del tiempo preguntándose a tu paso ¿fantasma o forastero?

Más de tres mil existen censados en el mapa rural de España, a punto de flamear en llamas, como el de Bonanza, uno de estos veranos en los que el lobo rojo del fuego enciende los rastrojos del abandono amontonado, la torpeza del hombre o la violencia de sus intenciones. El álbum de un país que languidece en sus mundos interiores y amarillentos por la sangría demográfica y el éxodo, a finales de los cincuenta y los sesenta, en trenes y autobuses en busca de un futuro en la ciudad y sus campos de extrarradio, fábrica y progreso en construcción. Atrás quedó el paisaje envejecido y en despoblación. En muchas de sus plazas o a pie de foto en la entrada o perspectiva de postal de paso estuvo Sergio del Molino durante su trabajo de campo por las aldeas deshabitadas de una España vacía. Su crónica acerca de las soledades de un país patanegra con diáspora interior impulsada por el hambre, el dolor y la vieja cicatriz del arcaico feudalismo de los caciques. Una geografía de la España de atrás en cuyos escenarios sobreviven nudosos callaos humanos de voces intraducibles en su lacónica o superviviente sequedad. Otros sólo son una escenografía en venta en algunas de las páginas webs que ofertan pueblos a buen precio su resurrección. De los 3.500 contabilizados por el INE, unos 1.500 pueden ser adquiridos, aunque no llegan a 200 los que tienen los papeles en regla.

¿Cuánto cuesta un pueblo? Los hay por 62.000 euros en Pontevedra con seis edificaciones y manantial de agua; conjuntos rústicos de dos casas, 3 cobertizos y un hórreo cerca de Costa da Morte por 59.000 euros, y por 380.000 La Alameda, en la provincia de Segovia, con 1.800 metros de terreno, saneamiento y distribución de agua. También los hay por 15 millones con casas en mejor estado, rodeados de bosques y en zonas privilegiadas. La comunidad con más pueblos en venta es Galicia, con unos 35. Le siguen Lleida, Soria, León, Zaragoza y Teruel. Cada enclave tiene sus huellas románicas, la desgarradora herida de la guerra civil o sus leyendas paranormales. Y también esa belleza desmoronada que susurra a los objetivos de las cámaras fotográficas enamoradas de la locura y la decadencia. Umbralejo, Belchite, Ochate, son algunos de estos pueblos inconscientes en el tiempo y con la luz en herrumbre. Cualquiera de ellos y todos podrían hermanar su belleza en soledad con la aldea deshabitada en una máscara de verde y niebla de la isla china de Gougi, con el pueblo italiano de Graco desafiando el acoso sísmico que lo disecó o con el Hotel del salto del Teqendama en Bogotá, empinado junto al precipicio de las cataratas y donde suena música de orquesta en el abandono de su viejo corazón de lujo.

Volvamos a nuestro mapa rural con sus 4.955 pueblos de mil habitantes, y los 2.655 con menos de 500. Su supervivencia pasa por el ingenio. Hace unos días estuve en Júzcar, al que después de siglos de historia desconocida lo enclavan en azul pitufo los numerosos extranjeros, orientales en su mayoría, que lo visitan después de verlo en tres películas de Sony Pictures rodadas en las calles de los 292 habitantes cuya economía ya no está en blanco. Y desde este pueblo la primavera viaja por la provincia malagueña hasta Alfarnate al que los japoneses revitalizaron el pasado año con su celebración del Hanami: excursiones de familias enteras a mediados de abril para disfrutar descalzos de un almuerzo bajo los cerezos en flor. Pueblos en los que nunca ocurre nada y donde precisamente eso se convierte en gancho. Lo hicieron en Miravete de la Sierra (Teruel) hace diecisiete años con ese eslogan y un programa que ofrecía trabajo y viviendas familiares, consiguiendo aumentar su población un 48%. Tampoco se queda atrás la creatividad del pueblo holandés de Boxmeer, en el que desde finales de marzo el Hotel Riche alberga una copia exacta de la habitación azul celeste, con suelo de madera y una cama amarilla con manta roja para dormir como un Van Gogh dentro del cuadro pintado en 1888 y conocido como El dormitorio de Arlés. La iniciativa puede que la copien en Aix-en-Provence para disfrutar de las vistas de las bañistas de Cezanne o en Pontoria y que su hotel ofrezca una noche en la que soñar El origen del mundo igual que lo hizo Gustave Courbet. Después de todo son muchos los turistas que se cruzan con los 500 habitantes del francés Giverny para ver la casa y el jardín con puente de Monet.

Cualquier iniciativa es buena para intentar que el territorio rural español no dependa exclusivamente de la museización del campo. El término con el que el Javier Esparcia, catedrático de Análisis Geográfico Regional de la Universidad de Valencia, explica la tendencia de algunas zonas de Europa y de Canadá a acudir a los espacios rurales como si fuesen pequeños museos donde disfrutar de su petrificación a la deriva, y el deterioro del patrimonio cultural que en muchos de estos parajes son fantasmas ciegos a punto de disolverse en un golpe de nieve, un grito de viento o un incendio de sol. Pueblos que cuentan con algunos expertos en su defensa, como José María Pérez, presidente de la Fundación Santa María la Real del Patrimonio Histórico, convencido de que la crisis favorece un vuelco de la situación, y que hay gente que quiere cambiar el agobio de vivir en una ciudad por un pueblo. Especialmente profesionales liberales, habituados a realizar el 80% de su trabajo de manera online, que buscan converger su actividad intelectual con el cultivo del campo u otra gratificante actividad agraria.

Estoy seguro de que estos neo rurales son la solución al despoblamiento del campo y al fracaso de las ciudades creativas que soñó Richard Florida, quien advierte que la desaparición de la clase media, junto con la pobreza persistente que nos cerca, convertirán las urbes en zonas de riqueza blindadas y en barrios hacinados, inseguros y con el bienestar averiado indefinidamente. No es extraño que muchos se adelanten al futuro del retorno a un territorio rural en el que librarse del estrés y sus frustraciones, respirar de nuevo, tener una mejor medida de la vida y del tiempo y donde ser pueblo consista en ser forasteros dispuestos a besar los labios de los fantasmas para despertar la felicidad tranquila de construirse una historia y su naturaleza humana.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es