Es cuestión de escuchar el cisma. El golpe verraco. La naturaleza llana, ungida de memoria inquisitorial. Fea como el culo de un toro. Un antes y un después, expresión deportiva donde las haya, en la pachanga constitucional; lo que hace partirse en dos a Europa. Risas múltiples si no fuera tan extremo. Y pocos dicen gran cosa. Siguen con las asonadas poligoneras de Susana, como si no existiese pueblo más allá de la escalinata, haciendo conciencia de verbena, periodismo urbano de segunda clase, programa blanco, de medalla de bronce en gimnasia rítmica. Nunca nada será igual. O peor aún, será lo mismo. Cassandra está condenada. Es la parte nominativa de la mayor tragedia de signos que se ha visto en la España contemporánea. Una involución que resulta hasta vulgar sancionarla, de tan obvia, tan grave como la caza de brujas, ancestral, cochambre a lo Miguel Servet. En pleno siglo XXI, y conviviendo con la actualidad dudosa de las noticias de provincias, en los periódicos nacionales. Para mí existen dos hechos nacionales y definitorios: la hostia de Dios a Jacob y la condena a la chica que hizo chistes sobre Carrero Blanco. Un antes y un después, insisto. Algo que en plan dogma podría poner en jaque desde 1980 a estos confusos años todos los banquetes en salones multiusos de bodas, bautizos y comuniones. Si una democracia no te permite hacer un chiste sobre Carrero Blanco es que no merece tal nombre. Imaginen a Alemania, sin poder cachondeándose de Goebbels. La ley de sesgo y de fascismo de la conciencia dislocada. Víctima inviolable es un señor peligroso y totalitario, pero sin embargo cuela muy bien lo de reírse de los desaparecidos del franquismo, hacer un Hernando, ponerse a dar tiros al aire en las fiestas patronales. La comparación, en la que incurro, es parte de la ofensa. Suena a eso que hacen algunos católicos y los comentaristas de artículos, que cada vez que se bromea sobre lo patrístico y la virgen de Lourdes apestan a cruzada, diciendo lo consabido, que nadie se atrevería a hacer lo mismo sobre el Islam. Terrorífico argumento. Da la impresión de que se echa de menos Valladolid. Que lo grave no es el salvajismo talibán, sino la ligereza, los nuevos tiempos. Ahí estamos entre principios jurídicos. Y ahora que nos movemos en temporada. ¿Se podría considerar que una procesión ofende las convicciones ateas y que por tanto cabría aplicar la ley de libertad religiosa? ¿Que alguien como no creyente estaría en su derecho de exigir que no haya afirmaciones metafísicas negando lo suyo en todas las calles? Existe jurisprudencia. Es lo que hicieron con la procesión del coño. Y ahora subiendo el nivel. A España, a buena parte de su clase política, le debería dar vergüenza. La condena a Cassandra es mucho más que una oprobiosa conducta. Se trata de cruzar los límites. El país empieza a renegar de lo que siempre ha sido, de la doble moral, de la válvula de escape. La condena al chiste es jugar muy serio. Cae el tinte Montesdeoca del pelo de Felipe González, toda la lucha clandestina, el iglú recalentado de los defensores de la educación y de Europa. Si este país tuviera algo de decencia, de demócrata, estaría escoltando, liando severamente la mundial, por Cassandra. Pero todo vale. Que nadie se asuste. Pronto se verá con naturalidad que se mande a Alcatraz a alguien por hacer un corte de mangas. Regreso a la caverna, al nazismo antropoide y encopetado de lo políticamente correcto. Una España seria, con naftalina y en bandera. Negar el humor es negar la inteligencia. Lo de Cassandra es una condena política, una búsqueda antediluviana de la ejecución ejemplarizante. Empezamos a dar mucho asco. Especialmente por la indiferencia. Hasta a Buero Vallejo se le permitía un poco de sorna.